Blogue | Que parezca un accidente

La forma correcta de razonar

A Juanjo lo recuerdo viniendo a visitarnos a casa cada cuatro o cinco meses desde que soy pequeño. Era uno de los viejos amigos de mi padre y, probablemente, el tipo más listo que yo haya conocido en mi vida. Juanjo era listo de verdad. Una de esas personas para las que la lógica se reduce a un tema práctico. Si tuviese que elegir el principio rector de su pensamiento sería algo parecido a que las cosas son como son. O la evidencia se impone de un bofetón o no se impone. Sin gilipolleces. Quizá no fuese capaz de deducir por sí solo por qué la marea sube y baja dos veces al día o por qué los aviones no se caen, pero dudo que le atribuyese algún valor a ser capaz de explicar lo irrelevante. Más bien, todo lo contrario. La superioridad de su inteligencia residía en eso. 

Manuel de LorenzoUna mañana apareció por el chalet de mis padres justo cuando estábamos pensando en cómo colocar una piedra plana enorme sobre dos apoyos para que hiciese las veces de banco natural en el jardín. Juanjo se quedó observando la piedra unos segundos y no se lo pensó dos veces: la rodeó como pudo con los brazos, la levantó y la colocó sobre los soportes. Yo sabía de sobra que aquello era imposible. Con lo que pesaba aquella piedra, un hombre normal jamás podría haberla levantado sin ayuda. Era una cuestión de física básica. Para Juanjo, sin embargo, haber llegado a la misma conclusión teórica que yo le habría impedido mover la piedra. Si la levantó fue precisamente porque ignoraba que no podía. Y por eso era tan listo: la física sólo impone ciertos límites si a uno le importan esas cosas. 

Pero el momento clave de mi relación con Juanjo llegó un día que vino a comer a casa y comentó que, a pesar de lo que se decía por ahí, él estaba convencido de que era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra. Armado con una manzana y una naranja, mi padre trató de describir en el aire la órbita del planeta y su posición relativa con respecto a la estrella, pero aquello a Juanjo le dio igual. Era como si le hablasen de las mareas. "Yo veo cómo sale todos los días por el horizonte, recorre el cielo entero y se pone por el lado opuesto. No me importan las demostraciones retorcidas, lo que ven mis ojos es una explicación muchísimo más sencilla". 

Ahí estaba. En todo su esplendor. La forma correcta de razonar. Contra las manzanas y las naranjas de mi padre, parapetado tras una esquina de la mesa, Juanjo blandía vigorosamente y sin arredrarse la mismísima navaja de Ockham: cuando para un mismo fenómeno hay varias explicaciones, la más sencilla suele ser la acertada. ¿Qué tenía más sentido? ¿Qué era más probable? ¿Que viésemos al Sol sobrevolar a diario nuestras cabezas debido al complejo mecanismo de rotación de un planeta o que en realidad esa gigantesca bola de fuego estuviese girando alrededor de la Tierra, tal y como dictaba la evidencia? 

A veces la lógica resulta tan contundente que no admite apelación. De entre todas las posibles soluciones a un problema, hay propuestas tan simples y bellas, de una factura tan elemental y perfecta, que a la fuerza deben ser ciertas, aunque no lo sean. ¿Qué puede haber de erróneo en un planteamiento que explica la realidad sin fisuras? ¿Cómo puede no ser acertada la conclusión a la que conduce, aunque esté equivocada? La vida es mucho más sencilla cuando los elementos que la componen son sencillos. ¿Para qué iba a necesitar Juanjo complicarse la existencia con enrevesadas nociones básicas de astronomía cuando era capaz de levantar una piedra de ciento y pico kilos sin romperse la columna vertebral? 

Hace poco me he encontrado con su hijo Vicente, que tiene más o menos mi edad, y estuvimos charlando durante casi media hora. Hablamos de nuestros padres, que pertenecen a nuestro pasado, pero también de nuestros hijos, a los que les debemos el mejor de los futuros. A Vicente le preocupa especialmente el cambio climático y así me lo hizo saber. Teme dejarle a su hija un mundo peor que el que nosotros nos encontramos. Y aunque es consciente de que la solución a ese problema es complicada, al menos conoce perfectamente la causa: 

"La Tierra es plana", comenzó diciendo. Yo solamente pude asentir, lleno de admiración. "Como el infierno está debajo de la Tierra y en la sociedad actual abunda tanto el pecado, en el infierno cada vez hay más gente ardiendo". Mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas de emoción. "Es como en una caldera de leña. Cuantos más pecadores hay, más se llena de fuego el infierno y por eso en la Tierra hace tanto calor". 

No pude contenerme. Me levanté, le di un abrazo y, conmovido, le dije: "Eres la viva imagen de tu padre, Vicente, qué alegría". Se separó y me contestó: "¿Pero me has entendido o no?".

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