Blogue | El portalón

Angustia Existencial

La justicia poética establece sus mecanismos compensatorios para que la vida siga

A veces pasa que por una retorcida espiral del inconsciente te acuerdas recurrentemente de alguien del pasado, alguien en quien hacía mucho que no pensabas, y también que, al hacerlo, lo invocas y se te aparece.

Me ha ocurrido eso con Angustia Existencial, joven cajera de un supermercado al que sigo yendo pero donde ella ya no trabaja. Angustia Existencial pasaba todo producto por el lector como si cada rama de apio y cada bolsa de arroz le recordaran machaconamente que las vidas son los ríos que van a dar al mar que es el morir. Cuando se topaba con un código de barras peleón, escondido en el lugar más inaccesible de un paquete de yogures porque a los envasadores les gusta hacer esas jugarretas, salpicar de insalvables nuestras rutinitas, Angustia Existencial rozaba ya niveles de Kierkegaard. Giraba el pack entre sus manos como un volante cuadrado y lanzaba intermitentes miradas de desesperación al plástico y al fondo del pasillo de droguería; ese horizonte, ese precipicio.

Angustia Existencial suspiraba muchísimo. Por ejemplo, lo hacía siempre después de que alguien le preguntara cuánto era. O sea, es que le pedíamos demasiado. Ya había pasado todos esos fusilli y anacardos tostados pero no salados, todas esas cajas de Campurrianas y bolsas de manzanas Fuji, ese rollo de papel de cocina y esos flisflís para superficies cerámicas por el puñetero lector, ahora encima tenía que informarnos del precio. Es abrumador el vacío que tenemos alrededor, la inutilidad de la vida, lo indefectible del destino, lo paralizante de la libertad y nosotros preguntando que cuánto es. De verdad que qué gentuza somos, cuánto le exigimos.

MXMil veces me he encontrado a Angustia Existencial, sola en una caja vacía, mirando a la puerta de entrada con tan reconcentrada intensidad que dudo si lo que quería era salir corriendo o evitar, con el poder de sus pupilas, que entrara alguien más. Para subrayar el sufrimiento de Angustia Existencial le hicieron coincidir en el turno con Entusiasta a Toda Costa, el anverso satisfecho y motivado de la pobre Angustia. Entusiasta a Toda Costa, otra que tampoco está ya, saludaba a casi todo el mundo, estuviera en su cola o no. Levantaba la cabeza de la cinta, por donde los productos pasaban veloces, para gritar buenos días a los clientes que entraban y si Angustia Existencial estaba en la caja de al lado sufría un pequeño cortocircuito que la obligaba a detenerse, producto en mano, para recuperarse del ultraje. Entusiasta a Toda Costa reponía con brío, comentaba cariñosamente tus elecciones de compra, te instaba a probar tal cosa, te llamaba cariño o cielo y tiraba de muchos diminutivos en la parte de transacción económica de todo aquello. El uso de tarjetiña o los dos euriños que quizás tenías sueltos herían personalmente a Angustia Existencial de tal manera que, cuando desapareció de la faz del súper creí que era eso lo que la había expulsado definitivamente.

Yo llevaba un tiempo barruntando que aquello no podía durar. A veces tenía unas ganas locas de agarrarla por la muñeca cuando movía mi compra por la cinta y decirle: "Angustia, sal de aquí, mujer". Pero no lo hice porque yo qué sé de las vicisitudes ajenas y porque temía que al enfrentarla al abismo me arreara un guantazo. No hizo falta porque acabó por irse y yo tardé mucho tiempo en volver a verla.

El otro día casi me pierdo esa visión y pensé cuántas veces las prisas, el despiste o la dificultad de reconocimiento facial a causa de las mascarillas me habrán privado de una experiencia como aquella. Allí estaba, parada en la acera con su mata de pelo castaño en una coleta y su mirada abrumada. En su mano derecha la manita de una niña con su mismo pelo, pero un espíritu parlanchín, gorjeante, chiripitifláutico. No paraba de hablar ni para coger aliento, contando a su madre lo del cole, lo de su amiga, lo de la abuela, lo de los dibujos, lo del donut de chocolate, blablabla. Mientras le soltaba a chorro de propulsión el torrente de su monólogo, Angustia Existencial entraba en trance y sufría otro Kierkegaard de los suyos, sobrepasada por el precipicio que era aquella charleta imparable.

Comprobé maravillada que Angustia Existencial tenía como hija a Entusiasta a Toda Costa II y me pareció que si aún había justicia poética es que el mundo seguía girando. 

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