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Escribir de pie

Anda un holandés empeñado en que los tribunales le permitan rebajar su edad legal dos décadas

HACE AÑOS, en un congreso europeo de Oncología, conocí a un periodista de la radio pública holandesa del que me convencí que era famosísimo en su país. Él, un freelance italiano y yo coincidíamos ponencia tras ponencia y hasta nos recomendábamos cosas, como si en vez de un programa de charlas aquello fuera una carta de postres.

Me encanta la acumulación de gente de un sector porque permite atribuirles impunemente generalizaciones y sorprenderte con sus comportamientos como si fueran una tribu aborigen de quién sabe dónde. Así, el famoso holandés, el italiano y yo... con ese enunciado parece que entrábamos en un bar, pero no, caminábamos por el patio del palacio de congresos entre hordas de oncólogos fumadores y comedores de Kentucky Fried Chicken frunciendo el ceño con desagrado como si nosotros fuéramos los médicos juiciosos y criticándolos en tres versiones de inglés.

Empecé a sospechar que aquel era un hombre famoso del que yo lo ignoraba todo cuando, en una de nuestras sesiones de indignación por el comportamiento ajeno, un médico se le acercó y le preguntó si él era él. Admitió que, efectivamente, lo era, dándole pie a que le explicara lo mucho que le había impresionado su libro sobre resistencia bacteriana y aquella charla que había dado en aquel sitio. Todo lo hizo con la mano abierta sobre el esternón, con ese gestito de sujetarse la caja torácica que yo creí que los médicos reservaban para las malas noticias. El holandés le dio las gracias y una palmadita en el brazo, cerca del hombro, señal internacional de ‘hala, vete con Dios’.

MaruxaEn otro momento, contó despreocupadamente cómo se había subido a un taxi y el taxista, sin girarse, le dijo su nombre y que reconocería su voz en cualquier parte. Para entonces yo llevaba tiempo haciendo preguntas que quedaban sin respuesta u obtenían justo la que no quería. Yo le decía, por ejemplo: «Entonces eres una persona conocida en Holanda» y él decía: "No". Yo decía: "Dime la verdad, tú eres famoso en tu país" y él: "No".

Yo ponía toda la intención, acribillándolo con la misma cara que Gila lucía en el monólogo sobre cómo pilló a Jack El Destripador, pero el holandés ignoraba su fama y solo quería hablar de un método que estaba probando para mejorar su salud en general y su aspecto juvenil en particular. Había leído un artículo sobre un periodista del New York Times que escribía de pie y convenció a sus jefes de que le comprasen un escritorio alto para hacer lo propio. En toda la jornada laboral solo se sentaba en las reuniones y a veces ni eso. Se veía con más energía y contaba que ese momento, que él situaba a las seis de la tarde, en el que se te antoja algo salado como una sopa, empezaba a pasarle desapercibido. El italiano y yo nos mirábamos cómplices, ciertos de que en el sur de Europa no existe ese momento de deseo de sopa vespertina, pero reconocíamos que el holandés, en la cincuentena cerca de los 60, tenía muy buena facha. Parecía 10 o 15 años más joven y nos preguntábamos horrorizados si había que escribir de pie para conseguir tal cosa.

Esta semana he recordado al holandés por la noticia de otro holandés, Emile Ratelband, de 69 años, que se ha lanzado a los tribunales para conseguir cambiar su edad legal a los 49. Rozar los 70 es un lío que le viene mal para conseguir una hipoteca y para ligar en el Tinder porque cuando dice su edad nadie le responde. Está convencido de que si dijera 49, con la cara que luce le lloverían las respuestas. Compara su demanda a un cambio legal de sexo y está dispuesto a renunciar a su pensión si se la aprueban. No tiene Emile aspecto de 69 pero tampoco de 49. Me recuerda ligeramente al holandés renuente a ser famoso, con su pelo cano y ese moreno que lucen los centroeuropeos en pleno invierno y que quisiera yo saber de dónde sacan.

El año pasado fui a Amsterdam a otro congreso europeo de Oncología con un sobre de ibérico para el holandés renuente. Lo encontré menos joven, pero joven igualmente. Seguía siendo famoso y negándolo categóricamente aunque yo notaba miradas a su paso por los salones de actos adelante. Volví a la carga: "¿La gente te observa y cuchichea por donde vas, te reconoce por la calle?" y él a lo suyo: "No". Tras apuntalar ese nuevo fracaso en mi empeño, viré de tema y pregunté: "¿Sigues escribiendo de pie?". Me dijo: "Por supuesto. Deberías hacerlo. Mira, te cuento todas las ventajas". Se le iluminaron los ojos exactamente igual que cuando le entregué el Joselito.

El caso es que es ahora cuando empiezo a reconocer mi error; efectivamente, no es famoso. Creo que si lo fuera no andaría Emile en su lucha judicial, luciendo jeta en los periódicos de medio mundo, sino en el acto más íntimo y alocado de escribir de pie, rejuveneciendo a cada línea. Si el holandés renuente fuera famoso, Emile conocería su método seguro.

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