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Ay, ministro

qwewqeqwqweConmigo no cuente para trabajar hasta los setenta y cinco, ministro. Y mire que mi trabajo es como el suyo: un laburo relajado, a resguardo del frío y del calor, sin aspirar polvo de ladrillo ni humos de motores diésel. El único riesgo que corremos, ministro mío, es el de sestear más de la cuenta y terminar acumulando demasiado colesterol —del malo— en las arterias, que cualquier día se nos queda el culo pegado a la silla y tiene que venir la Ume a desencallarnos con una radial. Usted, yo y el otrora ministro Margallo, al que le ha faltado tiempo para ponerse como ejemplo en un programa de radio que le ocupa una hora de tiempo a la semana, tan solo tenemos que preocuparnos de cambiar la lámpara del flexo y tener algo de brócoli en la nevera, que ya vamos teniendo una edad. Pero no mamemos, que dicen los mexicanos: se lo pido por favor, por dios y por España.

El socialismo y sus derivadas son ideologías que exigen esfuerzo, pero tampoco tanto. Me hago cargo de que cada día hay una causa por la que luchar. Y que eso no es plato de buen gusto para nadie, ni siquiera para el más papista de los papas. El lunes, salvamos la trucha del Miño. El martes, una central térmica. El miércoles, luchamos contra el calentamiento global y las centrales térmicas que matan a las truchas del Miño. El jueves limpiamos el río de plásticos y el viernes vamos a un taller ‘eco-friendly’ en el que aprendemos a reconvertir dichos plásticos en trampas para truchas. El sábado vemos La Sexta Noche —siempre vigilantes— y los domingos vamos a casa de mamá para que nos cocine las truchas pero con perspectiva de género, echando mano del Mistol y pasando la fregona después de los cafés. Una vez escuché a Bono —no el de U2, el otro- decir aquello de que si uno no es de izquierdas a los veinte años, no tiene corazón. Y que si no es de derechas a los cincuenta, no tiene cabeza. Pues bien: yo digo que, a partir de los cuarenta, uno no puede ser de izquierdas porque no tiene tiempo para tanta causa, pero tampoco veo necesario mudarse a la derecha. Bastaría con abrazar la pereza.

¡Ah, la pereza! Si a uno ya no le da la vida para movilizarse por las causas justas, cuanto más por un disparate como el suyo, ministro. Trabajar hasta los setenta y cinco… Pues a ver cómo nos apañamos con la conciliación familiar si los abuelos tienen que seguir partiéndose el lomo y no pueden ocuparse de los nietos. Yo creo, querido M, que no lo ha pensado usted bien. Que se ha ido al meollito de los números y no ha sabido interpretarlos correctamente. Que condenar a un país entero a un futuro de paro juvenil —institucionalizado, para más inri— mientras nuestros mayores trabajan más años —para morirse cobrando menos mensualidades de su pensión— es una atrocidad. Nos lo podíamos esperar de otros, ministré. De los liberales. O de los nazis, con sus cunitas de oro, sus apellidos compuestos y sus corbatas verdes. Pero de usted, ministro… De la masía socialista de Pedro Sánchez, Messi, Iniesta y Unicef, nunca, jamás lo habríamos pensado. Bailemos, ministro.

Bailemos hasta que nos duelan los pies y se le vayan de la cabeza esas ideas locas para reformar las pensiones. A los setenta y cinco años solo pueden trabajar una pequeña porción de la sociedad que no sabe —o no quiere— hacer otra cosa. Y es a lo que se refiere su ministerial cabeza, lo sé, pero los tiempos están para que los revienten los audaces y usted lo es más allá de esta ‘boutade’ mal explicada que no arreglaría —ni mucho menos— el problema. Hábleme de trabajo para mis chavales si algún día los tengo, ministro. Y dígame de una vez cuántos años necesito cotizar para cobrar el cien por cien de lo acordado, no me vaya a pasar como a mi padre, que menudo hachazo le dieron al pobre cumplidor con eso de los cálculos y el revisionismo.

Pobre periodismo si de aquí a treinta años sigue mi generación dando la matraca con nuestras cositas de balas ochenteras en proceso de descomposición. Pobre literatura si sigue esperando a que servidor escriba una novela, que publicarla ya es otra cosa y no quiero yo chulear de nada. Habrá que abrir cancha, ministro. Habrá que dejar espacio a nuevos talentos como Caeiro, Tallón y Jaureguizar, que vienen empujando fuerte, casi derribando la puerta. Y los nuestros —si es que tenemos alguno, su ministrísima— sería momento de ponerlos a refrescar con una piña colada en la mano y un mando de la Xbox en la otra, los pies a remojo en una piscina de plástico y el nuevo disco de Iron Maiden sonando en el tocata: somos los que somos, ministro… Y no creo que sea este el momento de ponerse a disimular que, para el caso, viene a ser sinónimo de trabajar.

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