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Tener éxito

qweqweqwA los bebés se les acusa de llevar una vida poco consistente, sin expectativas, limitada al sano oficio de dormir, comer y cagar: quién pudiera, ¿verdad? Cada vez que descubro a un adulto dándoselas de algo, me acuerdo de mi ahijada Valentina y pienso en lo fácil que es desaprender los conceptos básicos de la vida para ir convirtiéndose en un imbécil integral. En su barrio, que es el de Gràcia, en Barcelona, abundan los bebés, pero sobre todo se cuentan por centenares —puede que miles— los idiotas: gente muy particular a la que le importa todo tanto que nada parece terminar de importarles.

En el portal del piso me encontré esta mañana un cartelito que explica, más o menos, la nueva idiosincrasia colectiva de este antiguo municipio anexionado a Barcelona por esas cosas absorbentes de las grandes ciudades. "Tener éxito como terapeuta, charla presencial", anunciaba con letras multicolor sobre un fondo negro y una composición gráfica de difícil explicación. "Eres una emprendedora consciente, tienes mucho que aportar al mundo y un firme propósito de ayudar, compartir, entregar tu particular visión de las cosas a quien lo necesite. Si te dedicas a las terapias, el crecimiento personal, la cooperación, la integración social… Y necesitas saber cómo manifestar y aterrizar tu proyecto para catapultar tu propósito y sumar en esta transformación masiva, este es tu lugar". El anuncio dice más cosas pero vamos a ir desgranándolo paso a paso, sin ningún tipo de prisa, deleitándonos en los límites difusos que separan al ser humano del anormal impostado en cualquier anuncio de colonias.

De entrada, todo arranca con una promesa de éxito, es decir: puro capitalismo para hippies de concepción. Que sea presencial —la charla, no el éxito— también nos da alguna pista sobre la naturaleza del negocio. Luego está ese tono afirmativo, seguro, cautivador, en el que un desconocido o desconocida te cantan las virtudes con expresiones sin demasiada lógica pero bien dirigidas. ¿A quién no le gusta que lo tachen de emprendedor consciente, sea esto lo que sea? A mí me gusta, por ejemplo. Y lo más consciente que he hecho en mi vida es lavarme los dientes esta mañana. Luego está eso de "tu particular visión", que es la madre de todos los corderos en este mundo de ególatras desbocados, siempre dispuestos a marcar la diferencia que, en su opinión, existe entre ellos y los demás. No crean que no sé de lo que hablo. Gracias a un elogio similar, me pasé meses escribiendo para una revista madrileña sin cobrar, solo por el placer de entregar al mundo una visión de las cosas tan propia que —lo pensaban ellos y lo pensaba yo— merecía ser compartida sin pensar en las compensaciones económicas del trabajo.

La profusión de verbos suele ser el comienzo del fin o, como dice un buen amigo mío, "el principio de la nada". Manifestar, aterrizar, catapultar, sumar… Uno lee tantas cosas en la misma frase y ya no sabe si lo están interpelando a salvar el mundo o a dirigir el Isis, que acaso pueda ser la misma cosa, especialmente en la cabeza de algún perturbado. Pero todo sea por la transformación masiva del mundo en que intenta imbuirnos el anuncio, además de quitarnos los cuartos: este es tu sitio, recuérdalo. No tu hogar, con tu familia, tu pareja, tus hijos, tus amigos, no. Tu sitio es un taller indefinido en algún bar del barrio de Gràcia donde se fuma marihuana, se discute sobre la opresión del desodorante y se exige amnistía para Valtonyc, que no para su música.

"Es posible que, por un lado, te falten herramientas", continúa el anuncio. Y quédate tranquilo porque aquí te las vamos a dar, pequeño yeyé, ya veremos a qué precio. "Y es posible que por el camino se te crucen algunos sabotajes y miedos", claro. ¿Qué sería de nosotros, los especiales, sin un mundo que se empeña en ir contra nosotros? "Si es así, te invito intensamente a que asistas a esta charla donde aprenderás a tener claro tu propósito, darle forma, mandar un mensaje que se entienda y algunos sabotajes clásicos", termina. Si todo esto no se ajusta a la definición académica de obra de arte, yo ya no sé.

Valentina, que tiene seis meses y los ojos grandes como su padre, acaba de despertarse y la casa se convierte, de repente, en una pequeña pista de circo donde los adultos danzamos a su ritmo tratando de mantenerla contenta. Calentamos biberones a pares, cambiamos pañales, la porteamos de un lado a otro intentando que se duerma y dar así por finalizada la rutina esclavista durante unas horas. Silbamos, jugamos con muñecos de peluche, le concedemos caprichos como trastear con las llaves o morder el mando de la televisión: todo cuanto ella quiera a cambio de unos segundos de paz, de unos minutos de risas y carantoñas. Al final, cuando ya se ha dormido, uno no puede menos que envidiar su dulce dictadura: la misma que le ha llevado a transformar el mundo de cuantos la rodean sin necesidad de decir palabra, excederse con los verbos o colgar carteles en los portales de las casa. Valentina es un compendio de todo lo que uno asociaría al verdadero éxito y eso, en un barrio como el de Gràcia, se convierte en la demostración palmaria de que el mundo sigue siendo de los gallegos, crean los demás en nuestro pequeño concepto del éxito o no.

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