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Virutas de madera

Todos creemos tener una familia peculiar, y con razón, pero la mía resulta novelesca

"El día que pierdes a tu abuela tienes que escribir sobre tu abuelo", me dijo una vez Rodrigo Cota sin apartar la vista de su tabaco. "Pero no sobre el abuelo que estaba casado con ella, no: sobre el otro". Tiene toda la lógica del mundo, como casi todo lo que dice Rodrigo con la boca pequeña mientras se lía un cigarrillo. Sentarse frente al blanco exige alguna concesión al sentimentalismo pero se deben calcular los tempos y las cantidades, como en la repostería, o te arriesgas a endulzar el texto hasta la náusea, justo lo contrario de lo que se merece la memoria de Conchiña, "a de Lugo": otro día será, abuela. 

Mi abuelo, el otro, fue un adelantado a su tiempo de una manera muy poca convencional: se creía negro en una España franquista y monocromática. Adoraba a Machín sobre todas las cosas. Por encima, incluso, del Real Madrid, del vino tinto de Barrantes y del rumor relajante del mar. Me enseñó a leer y a escribir, a dar la vuelta a las tortillas, a servir tazas hasta el punto justo en el que un cliente podía llevársela a la boca sin mojar la uña en el caldo, a jugar al billar y a entonar de manera decente, sobre todo cuando se canta a Machín. Es más de lo que suele enseñar cualquier abuelo al uso. La mayoría se limitan a inculcarte sus ideas políticas, su fe futbolística o a insistir en que la palabra vale lo mismo que un papel firmado y esto último, el mío, también me lo enseñó. El día que nací, como si ya me conociera, se fue a una oficina de la caja de ahorros de referencia, abrió una cuenta de ahorro a nombre de ambos y me compró una máquina de escribir con la que aprendí a tocar el piano a y dármelas de señor importante antes de saber caminar.

MxCuando mis padres decidieron meterme en la guardería -una que estaba a cincuenta metros de casa, no como las de ahora que, de tan escasas y lejanas, bordean peligrosamente el concepto de emigración- mi abuelo dejaba de servir chatos, cerraba la puerta del bar con los clientes dentro y salía corriendo al rescate. "¡O rapaz está chorando!", bramaba a los borrachos de primera hora y también a mi padres, que no osaban enfrentarse a él por razones obvias. Físicamente, aquello del oído biónico resultaba imposible, pero lo cierto es que no se equivocaba: lloré cada día de mi vida en aquella granja de monjas mercedarias hasta que aparecía él golpeando la puerta para que me devolvieran a sus brazos de primer hombre, rey de los ándalos y protector del reino. 

Murió cuando yo tenía seis años, suficientes para acumular recuerdos un tanto sospechosos, de esos que, dice la gente, son imposibles de retener a tan tierna edad: el viejo con su gomina de galán, con sus boleros de negrito impostado, con su Real Madrid atronador, bailando con las clientas del ultramarinos de mi abuela hasta provocarle tremendos ataques de celos que terminaban en lanzamiento de zapatilla sobre cualquiera que se interpusiera en su venganza. Todos creemos tener una familiar peculiar, y con razón, pero la mía resulta novelesca hasta el punto de que jamás me atrevería a escribir una sin permiso expreso de todos los invocados. Algunos ya no están, entre ellos el abuelo, así que me conformaré con recordarlo de vez en cuando y aunque a ustedes, dicho sea con el máximo respeto, les importe un bledo. 

Nadie desparramaba serrín por el piso como mi abuelo, una práctica muy común en aquellos tiempos de construcciones deficientes y temporales recurrentes. Lo traía Juan, el carpintero, en sacos de tela que olían a monasterio, no sabría explicar por qué. A mí me gustaba enterrar las manos en aquel engrudo cuando nadie miraba, como si fuese consciente de lo vergonzante que resulta hacer según qué cosas a la vista de todo el mundo. El abuelo, en cambio, se echaba unos puñados en el jersey, el pitillo a la boca, y lo iba soltando por el suelo-el serrín, no el pitillo- con una dulzura infinita, como si volara. "Primero lo sencillo, después lo complicado", me decía con su seseo de venezolano imaginario. Y me da lástima que ya no se utilice el serrín como barrera de contención contra el agua desalojada por el calzado barato y contra la estupidez del prójimo, acaso la misma cosa aunque con distinta composición química: odio eterno al terrazo moderno.

Todos deberíamos recordar a nuestros abuelos cantando, qué sé yo. O bailando con la mujer de otro. O tirando virutas de madera al suelo. La memoria no sirve de nada si uno termina por olvidar lo importante aunque sepa recitar de memoria la tabla del cinco, los montes de España o las primeras páginas de La vida es sueño. Está bien saber ese tipo de cosas, supongo, pero nada convalida tantas asignaturas vitales como el vínculo sentimental con las pequeñas individualidades heredadas, esas que te definen por lo que eres y no por lo que sabes o, todavía peor, por lo que tienes. 

Me planto aquí, por cierto. Comencé el texto huyendo del azúcar y, como mi abuelo con el serrín, me acabo de dar cuenta que llevo unos cuantos párrafos espolvoreándolo todo de sacarina, que es el edulcorante más alejado de los principios morales legados por mis abuelos: vergüenza, Rafitael, vergüenza. 

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