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Pepa y yo

Pepa Pardo. OLGA FERNÁNDEZ
photo_camera Pepa Pardo. OLGA FERNÁNDEZ

PONTEVEDRA es una ciudad pequeña para esconderse durante demasiado tiempo, así que mi temido reencuentro con Pepa Pardo tenía que producirse tarde o temprano. Andaba ella un poco molesta –con bastante razón- por un artículo que escribí durante la última campaña electoral y trataba yo de evitarla temiéndome lo peor: si algo he aprendido de la vida es que pocas cosas hay más peligrosas que una madre enfurecida, si acaso una abogada, y Pepa combina las dos facetas con una armonía aterradora.

Nos vimos, por fin, en un pleno municipal al que llegué tan tarde que no me dio tiempo ni a aburrirme y, ahora que lo pienso, tampoco se me ocurre mejor escenario que el Teatro Principal para representar lo que tenía todos los visos de auténtica tragedia. Así lo debieron intuir también sus compañeros de bancada porque, uno tras otro, se fueron acercando para darme el pésame o desearme suerte: "la vas a necesitar", me dijo Rafa Domínguez golpeándome el hombro y sin mirarme a la cara, como si prefiriese recordarme feliz y relajado tras una muerte que a todos debió parecer inminente. Yo, mientras tanto, buscaba a Pepa con la mirada, forzando una sonrisa lastimera que me granjeara su compasión.

Entonces la vi emerger a la espalda de César Mosquera, como si la escena no tuviese de por sí el suficiente dramatismo. Venía caminando despacio, entornando la mirada como Lee Van Cleef antes de desenfundar, y al verme allí sentado, solo y desamparado, se acercó, sonrió y me dijo: "Ya hablaremos tú y yo". Ahí fue cuando ambos nos pusimos a mirar a la pareja de policías locales apostados en la entrada: uno en busca de protección, la otra lamentando que ya no porten armas de fuego. Aquello me recordó a la famosa escena de Don Pedro Rivas en una de las primeras manifestaciones anti taurinas de Pontevedra cuando, al ser increpado por los allí presentes, se acercó a un guardia y le dijo: "Si no tiene usted cojones déjeme la pistola a mí".

Salvada la primera pelota de partido, repetimos encuentro minutos después en la pequeña Suiza de Petete, lo que me ofrecía ciertas garantías legales porque, al menos que yo sepa, no hay todavía firmado ningún tratado de extradición con él. Yo trataba de esconderme detrás de Juanma Muñoz, que tiene una espalda hermosa, cuando alguien, no recuerdo quién, decidió agitar la gaseosa: “¡ahí tienes a Cabeleira, Pepa!”. Entonces me puse a beber de todas las copas a mi alcance compulsivamente, como si dejar al grupo popular sin cerveza formara parte de mis últimas voluntades, pero ella se limitó a sonreír maliciosa y repetir que ya hablaríamos, ya.

Esta misma semana volvimos a encontrarnos en la terraza de una conocida cafetería y decidí que había llegado el momento de ser valiente y afrontar mi destino. No sé si lo saben pero cuando uno siente tan próxima la propia muerte es capaz de decir cosas como "me he puesto una camisa que no es de mi talla", que es exactamente lo que dije yo. La escena resultó tan patética que Pepa debió apiadarse de mí y decidió que el castigo se podría reducir a un cometario hiriente sobre mi outfit, al ojo por ojo: "El color tampoco es el más apropiado", me espetó. Yo -y esto no debería hacer falta ni aclararlo- hubiera preferido una bala en cada rodilla. Humillado, me senté en una mesa cercana y pedí al camarero que me sirviera un Bitter Kas. "¿Pero todavía hay gente que bebe esto?", me preguntó un amigo que acababa de llegar. "Sí, Anabel Gulías y yo", le contesté en voz alta para que Pepa me escuchara con toda claridad: nunca se me dieron bien las declaraciones de guerra, supongo.

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