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Recuerdos de un mal demócrata

"Tu sobre no lleva papeleta", me dijo sin cortarse un pelo...
Un coelgio electoral el pasado 28 de abril. GONZALO GARCÍA
photo_camera Un coelgio electoral el pasado 28 de abril. GONZALO GARCÍA

Lo que recuerdo con más ilusión de aquel primer voto en una elecciones fue la sensación de sentirme, por fin, adulto de pleno derecho: llegar conduciendo al colegio electoral, aparcar en doble fila, saludar a los interventores con un apretón de manos, mostrar el D.N.I o encenderme un cigarrillo a la salida, como si votar tuviese algo de sexual y la conclusión mereciera un pequeño fuego de artificio y 0,3 gramos de nicotina. Uno de esos días realmente importantes en la vida de cualquier persona, a menudo desplazado en nuestras memorias porque no tiene el encanto de los días bárbaros de la adolescencia, las tardes furiosas en el estadio o las noches golfas del colegio mayor.

Lo que más me gusta hoy en día de las jornadas electorales es seguirlas por televisión, como un culebrón sin demasiado argumento pero tan adictivo que conviene medir las tomas: no más de veinte minutos seguidos, no menos de quince minutos de descanso entre dosis y dosis. Me levanto por la mañana y busco las primeras imágenes del día, que por lo general pertenecen a los candidatos depositando el voto a horas tempranísimas, como esos matrimonios que se presentan a las bodas dos horas antes, para sentarse en la primera fila, y terminan peleados con la familia porque no entienden el concepto de 'Reservado'. Luego llega el turno de las monjas votando, con sus hábitos oscuros y sus caras de conservadoras entrañables, quizás el otro gran clásico de la jornada electoral. Pero mis favoritos en estas fiestas de la democracia son siempre los interventores, ahí es donde afino la vista y el poco ingenio que me queda para morirme de puro placer.

Por norma general, el interventor es una persona que se va a pasar entre trece y quince horas a pie de urna sin mayor beneficio que saberse querido por las gentes de su partido. A veces, en el peor de los casos, ni siquiera eso. En mi pueblo se hizo famoso el caso de uno al que nadie podía ver ni en pintura pero, cosas de la política local, era el único que se presentaba voluntario por su partido. ¡Cuánto daño hizo aquel hombre a las aspiraciones de la nueva progresía! Algunos entrábamos en el colegio con un sobre del PP, incluso del CDS, bien visible para evitar siquiera el saludo de rigor. Aquello te aseguraba una mirada fulminante por parte pero la democracia exige sacrificios, a menudo cuando uno menos se lo espera. No sé qué habrá sido de él: quizás haya muerto, quizás lo hayan mandado cedido sus propios colegas a unos comicios electorales en Arabia Saudí, puede que con opción de compra.

Yo, en cuanto aprendí de qué iba aquello de los interventores y lo felices que se sentían de reconocer a un adepto, desarrollé una táctica infalible: le guiñaba el ojo al del PSOE, levantaba el pulgar al de PP, le estampaba dos besos a la del BNG y un abrazo de camaradas al comunista de turno. Así, repartiendo felicidad, me dirigía a la cabina, corría la cortina y elegía lo que me daba la gana, convencidos todos ellos de contar con mi apoyo.

Todo iba bien hasta que un día, mi primo Abel, elegido presidente de la mesa, descubrió el pastel: "Tu sobre no lleva papeleta", me dijo sin cortarse un pelo. Podría haberle explicado que llevo dos décadas votando en blanco pero preferí hacerme el despistado y repetir la maniobra de la cabina y la cortina. "Ahora no te enseño el DNI", le espeté de regreso, más chulo que un ocho. Y como venganza definitiva, voté acreditándome con mi carnet caducado de socio del Barça: ningún interventor protestó, convencidos todos de que un voto nulo siempre es peor que un voto menos.

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