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Cartas

Del comienzo de la vida adulta se nos avisa por correo ordinario, por eso tardamos algunos tanto tiempo en enterarnos. No digo esto como una crítica a Correos. Faltaría más, teniendo un primo cartero que es capaz de introducir sobres por la ventanilla cerrada de un coche cuando no encuentra a los destinatarios en casa. Me refiero a que el aviso no nos llega como una forma de comunicación explícita, no es una oferta de dos por uno en pizzas o una invitación de boda. Nadie nos escribe para decirnos "se acabaron los phoskitos y las noches en vela jugando a la videoconsola, madure usted", no. Sabemos que nos hemos hecho mayores porque, de repente, simplemente dejamos de entender las cartas que recibimos.

Yo pertenezco a esa generación que todavía recibía —e incluso escribía— alguna que otra carta redactada de puño y letra, una expresión que también se ha ido perdiendo como se perdieron el "guay del Paraguay" o el "hasta luego, Lucas". Hasta en eso somos una hornada peculiar, supongo: no fuimos los últimos a los que pilló el boom de la heroína pero tampoco los primeros en apuntarnos a la era digital. Por resumir un poco, somos esa promoción que se compraba un ordenador para jugar al Street Fighter y fumaba hachís para conectarse; una anomalía difícil de explicar y que dejaremos para otro momento.

Si una chica te gustaba, le escribías una nota. Si, además de eso, resultaba que tú también le gustabas a ella, pues entonces ya sí le escribías una carta que, por completar el campo del remitente, se solía rociar con unas gotas de colonia. Los encargos se multiplicaban durante las fiestas de navidad o las vacaciones. Tus padres te intuían mejor cualificado que ellos para encargarse de las postales y demás comunicaciones socialmente aceptadas, era un hecho. "Para qué carallo le estamos dando una educación", pensaban. Y pensaban bien, otra cosa es que aquello no acabara como el rosario de la aurora a poco que se confiaran demasiado. Yo, sin ir más lejos, aproveché unas vacaciones en Torremolinos para contarle a toda la familia que mis padres estaban contentísimos, liberados al fin del yugo opresor que suponía vivir y trabajar con mi abuela. Es una herida que, todavía hoy, está por cerrar, un poco como lo de Franco.

Casi de repente, te das cuenta de que ya no envías cartas a nadie y que las recibidas no las entiendes

Eran comunicaciones sencillas, como digo: tú sabías lo que escribías y el receptor entendía perfectamente tus intenciones: "te quiero, Ruth", "ayer murió el tío Faustino", "papá se ha tomado dos cubatas antes de comer y mamá se compró otro bañador", yo qué sé... Mil cosas que ahora nos decimos por WhatsApp y que antes esculpíamos con mejor o peor caligrafía sobre una hoja de papel: en azul o negro si ibas de maduro, en rojo o verde si te la sudaba muchísimo lo que se pensara de ti. Y sin embargo, casi de repente, te das cuenta de que ya no envías cartas a nadie y que las recibidas no las entiendes, como si de un día para el otro a Ruth la hubiese suplantado un abogado y a la tía Aurora, la de Andorra, un funcionario de Hacienda.

Anteayer recibí una de mi banco, sirva como ejemplo de lo que digo. Comenzaba así: "Estimado/a Rafael", que ya son ganas de hacernos dudar de todo, empezando por la propia sexualidad. Si la sana intención de saludar, que resultaría la parte más evidente de la misiva, ya comienza en estos términos, imaginen lo que sigue. Pues bien, lo que seguía no lo entiende ni el jefe de obra de la Torre de Babel, que ya es decir, y de lo poco que creo haber comprendido solo saco una conclusión: que el emisor confunde el verbo estimar con esquilmar.

Lo mismo me pasa con el correo de las compañías eléctrica y de telefonía, el del ayuntamiento, el de Somos Todos (Hacienda) o las lujuriosas comunicaciones de Cofidís, que no sé qué me habrán visto pero lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, no paran de escribirme. Deberían probar con las notitas, como hacía yo en el instituto, al menos hasta estar seguros de que ellos también me gustan.

Qué mundo triste este en el que la última carta que entendí resultó ser una canción de Melendi y ni siquiera iba dirigida a mí. Algunos días, cuando bajo al buzón, me apetece liarme la palestina a la cabeza y prender fuego a todo el rellano, incluido un ficus de plástico que alguien, no sé quién, ha colocado ahí sin aprobación de la junta de vecinos. O quizás si lo haya hecho.

Quizás lo explicaban en alguna carta que yo no pude entender porque me hago viejo, porque no venía decorada con corazones o porque, directamente, prefiero inventarme el contenido de las mismas para seguir esquivando la evidencia: que el tiempo pasa, que ya no soy un niño, que pronto empezarán a llegarme cartas de la funeraria advirtiéndome de que hay cosas que no conviene dejar para el final.

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