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Don Manuel

Maruxa
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DON MANUEL ERA EL director del colegio y también el profesor de educación física, una duplicidad poco habitual que resolvía aquel buen hombre con cierta naturalidad y grandes dosis de nostalgia. La democracia lo había pillado a contrapié, como a tantos privilegiados del franquismo, así que el tipo trató de adaptarse sin grandes traumas a la nueva situación: una en la que padres y alumnos podían plantarse frente a su puerta con reclamaciones de todo tipo sin que él pudiera ordenar su detención o, todavía mejor, mandarlos fusilar. "Me cago en la santa democracia", se le escuchaba decir cada cierto tiempo, lo mismo cuando una cuadrilla de madres le exigía un monitor que nos acompañase a las clases de natación que cuando algún alborotador desordenaba aquellas filas perfectísimas que tanto le gustaba formar para acceder al recinto escolar cada mañana.

Que Don Manuel era franquista lo supimos muchos años después de terminar la EGB, algunos puede que durante los últimos años de la carrera, ya en la universidad. Porque en un modesto colegio, y en un pequeño pueblo de mar como Campelo, Franco era el señor aquel del culo blanco, el protagonista de una tonadilla que todos sentíamos como propia pero que, también con el paso del tiempo, redescubrimos como uno de los primeros hits globales de la democracia. Por lo demás, las pistas sobre la ideología del director estaban ahí, golpeándote los ojos si sabías hacia dónde mirar: el llavero con el águila, el Cara al sol que entonaba por los pasillos, las alusiones despreciativas a rojos y comunistas, sus lagrimones al entrar en la basílica del Valle de los Caídos durante la excursión de fin de curso, su madridismo pata negra... No había un palo fascista que no tocara Don Manuel, incluido aquel gusto suyo por anunciarlo todo entre toques de silbato.

Casi cada día nos advertía: "Cuando nos invadan los moros, os acordaréis de este viejo director" 

"¡A formar!", berreaba desde las gradas de cemento que bordeaban el pequeño campo polideportivo. Así comenzaban aquellas clases de gimnasia castrense exclusivas para niños. A ellas, a las niñas, las ponía a jugar a la goma y algún que otro día al brilé —supongo que cuando protestaban, ya no lo recuerdo— pero no era lo habitual. Lo más curioso del caso es que ellas si se cambiaban de ropa —había un solo vestuario— y se ataviaban para hacer ejercicio, mientras que nosotros corríamos y saltábamos con lo puesto: un pequeño ejército desganado y con aspecto de haber robado los uniformes entre las taras de C&A. "¡Arriba esas rodillas, me cago en Abderramán III!", continuaba con la instrucción mientras las niñas se reían de nosotros, del todo ajenas a aquella primera discriminación por cuestiones de género que estaban sufriendo. "¡Izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda... Aaaaaltó!".

Me acordé de él viendo esta semana a tanto nostálgico del franquismo desfilando ante las cámaras de televisión. En realidad no son muchos, o eso quiero pensar, pero nadie les puede negar que son pintorescos, vestigios de una época donde mostrarse ridículos hasta el extremo era la manera más práctica, sencilla y hasta barata de sentirse español. Había algo de Don Manuel en aquel señor mayor, cerveza en mano, que posó entre el rockero franquista y el legionario chillón para deleite de medio mundo: "Las tres marías de Mingorrubio", los apodó mi querido T inmediatamente. No me costó imaginarlo entre el gentío que se agolpaba en el cementerio madrileño esperando a la comitiva, o vitoreando a Tejero como si fuera Guti, a pesar de que, como digo, el retrato que hoy puedo hacerme de él no es el mismo que habría dibujado de niño, en clase de pretecnología, cuando Don Manuel solo era para nosotros el director del colegio y el profesor de gimnasia.

Una tarde, después de expulsar a dos alumnos del centro por robar en las aulas, los padres de los artistas le pegaron una paliza y le destrozaron el coche. Aquello degeneró en una moda peligrosa por la cual, cualquier hijo de vecino, se animaba a levantarle la mano a Don Manuel sin temor a ninguna represalia. Nuestro colegio empezó a acumular fama de pequeño Vietnam y los padres con posibles comenzaron a enviar a sus hijos a otros centros menos conflictivos y con mejores perspectivas académicas. "Esto con Franco no pasaba", le dijo un día mi abuelo a mi padre mientras discutían sobre la última paliza al director. Ahora que lo pienso, puede que el franquismo también estuviera instalado en mi casa, no solo en el colegio, pero yo he venido aquí a hablar de mi libro. Y en la primera frase de la primera página aparece aquella advertencia xenófoba con la que el viejo director nos invitaba a esforzarnos en nuestras rutinas gimnásticas casi cada día: "¡Cuando nos invadan los moros ya os acordaréis de el viejo director, ya!". Por suerte, no ha echo falta llegar a esos extremos para tenerlo presente otra vez, yo qué sé.