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Nada de concreto

VOLVIMOS a vernos en un restaurante del centro, a mediados de la semana pasada. Habían pasado unos veinticinco años desde la última vez y me costó reconocerla en aquella mujer impecable que buscaba su teléfono en un bolso de Gucci. La observé por encima de la carta, tratando de pasar desapercibido, pero algunos amigos tienen la terrible virtud de disparar y luego preguntar, siempre en el momento menos oportuno. "¡Marta!", le gritó levantando la mano como si estuviera pidiendo un fuera de juego en Anfield Road, justo antes de volverse hacia mí y preguntar: "¿Es Marta, no?". Y sí, claro que era Marta, ¿cómo no iba a ser Marta? Ella hizo un gesto con la mano, ese que todo el mundo entiende como un "luego me paso a saludar", o algo parecido, y yo me limité sonreír y asentir como si a alguien le importara un carajo. "Hostia, la Marta... Cuánto tiempo, ¿no? ¿Qué os pasó? Ya no me acuerdo?", insistió mi panita sin quitarle ojo desde la distancia ni bajar demasiado la voz. 

Nada en concreto. MARUXAEn realidad no nos pasó gran cosa, al menos que yo recuerde, y eso es algo terrible porque uno siempre prefiere conservar alguna afrenta terrible a la que agarrarse, un salvoconducto al odio en caso de nostalgia. El caso es que salimos un tiempo, puede que un par de meses. Ella me dijo que me quería, yo le dije que la quería y, a los pocos días de aquella confesión empecé a comportarme como si no hubiera dicho ni oído nada. Supongo que lo dije por decir, animado porque en aquellos días lo quería todo y solo por el hecho de querer, de desear a secas, sin más: quería sacarme el carnet de conducir, conocer Barcelona, verles las tetas a todas las de COU A y a la mitad de las de COU B, ir a un concierto de Metallica, fumar hachís, aprender inglés... Ni siquiera llegamos a romper oficialmente, que yo recuerde, pero unos meses después me la encontré en un pub y me miró con tanto desprecio que sentí vergüenza de mí mismo: son cosas que pasan, supongo, pero no por ello deja uno de sentirse mal incluso de manera retroactiva. 

Solo recuerdo una vez que me sintiese tan desgraciado como aquella noche con Marta. Sucedió siendo un niño pequeño que ayudaba a su abuela a despachar un pequeño colmado de aldea. Había aprendido a leer y me encantaba rebuscar en la caja del dinero, las facturas y las notas en las que apuntábamos las deudas de la gente. Aquello hacía que me sintiera poderoso, no sé. Saber que mi familia era una especie de pequeña banca rural a la que la gente le debía dinero afina el complejo de superioridad y hasta puede que te estire las facciones. Yo iba sacando notas, un poco al azar, y memorizaba nombres y cantidades para usarlas en cualquier momento como arma arrojadiza. Una de las cosas que uno aprende en los bares y tabernas es a protegerse con todo lo que tenga a mano. Porque atacar te van a atacar, tarde o temprano. Y así fue como, cierto día, Rosaura me espetó que era igual de vago que mi madre, con evidente buena fe, y yo le dije que para debernos tanto dinero tenía la lengua muy larga. La pobre mujer se marchó llorando de la tienda, mi abuela me calzó una señora hostia y a mí se me quedó el cuerpo inundado de aquella sensación desagradable que, años más tarde, me dejó la mirada de Marta. 

Cenamos, bebimos, charlamos, reímos... Y cuando me quise dar cuenta Marta ya no estaba. Se había ido sin saludar, sin cumplir aquella promesa del gesto con la mano, sin perdonar aquella afrenta juvenil que me había abandonado durante años y ahora volvía a perseguirme de repente. "Pues sí que debió ser grave lo vuestro, machiño", dijo A. al darse cuenta de la espantada, como si él no hubiese formado parte de aquel ir y venir de las edades tempranas en las que nunca te detienes por más que lo hayas prometido. En el fondo, y como dijo aquel, no hay nada más sano que mirar siempre hacia el futuro porque el pasado, más temprano que tarde, siempre te alcanza. Y eso es algo curioso, porque yo nunca tuve la sensación de escapar de él hasta que vi a Marta allí sentada y me descubrí escondiéndome tras una carta tipo de un restaurante. 

—"¿Y tú que querías?", pregunta mi amigo. 

—"Nada en concreto, supongo que solo pasármelo bien", contesto sin prestar demasiada atención. 

— "Digo de postre, imbécil".

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