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Vikingos

Ha encontrado por internet un bar que vende hidromiel y eso le alegra la mañana

MaruxaDE HABER PODIDO ELEGIR, Luciano Aldán sería un temible vikingo. Antes quiso ser aquel último mohicano que interpretaba Daniel Day Lewis en el cine –ya no recuerda ni su nombre– y unos años más tarde soñó convertirse en una especie de William Wallace para liberar a la bella Escocia del yugo inglés. Pero los tiempos cambian y las modas mudan. Ahora querría ser Ragnar Lodbrock o, como mínimo, alguno de sus televisivos descendientes. "¡Bueno, bueno, bueno!", exclama en voz alta para que lo escuche toda la oficina. Ha encontrado por internet un bar en la ciudad que sirve hidromiel y esto le alegra la mañana de un modo que nadie, salvo él mismo, podría siquiera llegar a imaginar. Ni sus padres ni su ex mujer, que le ocultó durante años la existencia de un hijo común, sabrían valorar este pequeño triunfo para un hombre apartado del mundo real por decisión propia.

Descuelga el teléfono, marca y se mantiene unos segundos a la espera. "Buenos días... ¿Hablo con La Taberna de Odín?". La respuesta parece afirmativa pues Luciano Aldán se acomoda en su silla dispuesto a mantener una larga conversación. "Veamos... La hidromiel que ustedes ofrecen, ¿cómo se prepara? ¿sigue el método tradicional escandinavo o es una de esas patochadas etiquetadas?". El equipo a su cargo se debate entre el impulso de levantar la cabeza o esconderla tras las pantallas de los ordenadores para ocultar sus sonrisas. Se miran los unos a los otros, alguno incluso se persigna, pero Aldán sigue a lo suyo, consciente de que no hay una triste mosca en el departamento que no le esté prestando atención. "Ajá, ajá, ajá", va diciendo cada cierto tiempo, visiblemente satisfecho por lo que la voz al otro lado del teléfono le está contando. "Muy bien, muy bien, comprendo. Le volveré a llamar a lo largo de la mañana para formalizar una reserva. Muchas gracias, skol". Cuelga el teléfono y levanta la mirada, buscando algún gesto de complicidad, pero solo advierte profesionalidad y cierta indiferencia: las dos cosas que más le agitan el genio. "Se van a cagar", piensa Luciano Aldán, "estos no saben con quién se la juegan".

Ya están todos sentados en la sala de reuniones, temiéndose lo peor, cuando Aldán hace acto de presencia remangándose la camisa. Parece un gesto casual pero no lo es: nada lo es. En los antebrazos luce sus nuevos tatuajes –no hace falta decir que de inspiración marcadamente escandinava–, uno por barba: el nombre de su novia escrito con runas y Jörmund, la serpiente de Midgard. El cuerpo le pide Ragnarök, "destrucción total", pero su posición en la compañía lleva meses devaluándose así que, calcula, no le conviene protagonizar algún tipo de escenita con excesos verbales. "¿Qué haría Ragnar?", se pregunta Luciano. Y su cabeza le dice que mostrarse magnánimo y empático con aquella cuadrilla de desgraciados.

"A ver, Rosales... ¿Cómo van esas facturas pendientes de la Diputación?". La voz de Rosales suena lejana, como la de un espectro perdido en la niebla, al menos para un Aldán al que le interesa más bien poco si las dichosas facturas se cobran o no se cobran. Mataría al pijo de Rosales con un certero golpe de hacha sin pensárselo dos veces. Pero el mundo –culpa del socialismo– se ha vuelto un lugar extremadamente blando, abullonado, sin lugar para la violencia bien entendida y el humor macabro de los guerreros vikingos. "Bien, Rosales, bien", lo interrumpe sin importarle un carajo nada de lo que el pobre muchacho acaba de decir. "En realidad os he reunido porque hoy me siento generoso y, como estáis trabajando bien, me gustaría invitaros a probar la hidromiel: la auténtica bebida de los dioses".

Todos se han disculpado con más o menos acierto y nadie aparece a la cita con el jefe de departamento, que ha pedido un Nestea al comprobar que la hidromiel no se sirve en cuerno, sino en una estúpida copa: "cuatro euros, menudo atraco". Su novia le ha llamado para pedirle un tiempo y él se rasca el tatuaje de las runas con seria intención de borrarlo. ¿Por qué no habría hecho caso al tatuador? "Nunca nombre mujeres", le advirtió el ruso. "Tatúas nombre mujeres y luego paseas perro de mujer nueva enfadada con nombre mujer vieja en brazo". Mujeres... Si él fuese rey de Noruega –o de Catoira, poco le importa el territorio mientras le permite vestirse de vikingo– se les iba a acabar la tontería pero, claro, la ley las protege. Paga su consumición, se despide con un gesto amargo y pone rumbo a casa donde le esperan unos aros de cebolla y medio Long Chicken que se guardó del mediodía. En la teledescubre a un samoano con melena que parece nadar a la velocidad del rayo y es capaz de partir una espada o un tridente con propias manos. "Bueno, bueno, bueno, pero qué tenemos aquí", se emociona en soledad Luciano Aldán. "Esto es muy pero que muy interesante". A fin de cuentas, siempre quiso tatuarse un ancla y, por qué no ser ambicioso llegado a este punto, nunca le haría ascos a una preciosa sirena.

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