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Yo vi jugar a Roger Federer

El anuncio de la despedida del tenista suIzo nos coloca ante el adiós de un deportista irrepetible, no tanto en cuanto a sus triunfos como a la manera de desenvolverse sobre la pista
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photo_camera El tenista suizo Roger Federer en su participación en el Open de Australia en 2020. FOTO SCOTT BARBOUR (EFE)

LES iba yo a escribir en mi regreso de las vacaciones (un día siempre complicado) de la importancia de los espacios que acogen a la cultura, de cómo ese Nemonon, capitaneado por el imprescindible Mauro Lomba, estaba repleto de gente el pasado sábado a las ocho de la tarde en la presentación del libro de nuestro paisano Diego Moldes, En el vientre de la ballena, dedicado, precisamente, al poder de la cultura; también de la reapertura del Teatro Principal que vuelve a acoger al bendito Cine-Clube de Pontevedra que tan bien nos hace a los ojos y a la mente; y de la inminente presencia de Isaac Cordal para intervenir en la Illa das Esculturas con su enorme talento y por fin poniéndose en valor dicho espacio. Pues bien, cuando mi esquema mental se había apartado del dolce far niente del verano, de las saudades portuguesas, de libros increíbles, de caricias irrepetibles y de sonrisas que no volverán, todo saltaba por los aires cuando una noticia corría como un poderoso drive por todo el universo del deporte y del periodismo: Roger Federer anuncia su despedida del tenis.

Así, lo que era algo esperado por su carrusel de lesiones y ya muchos meses alejado de las pistas, se convertía en una realidad siempre dolorosa para los que, más allá de las cifras y los premios que obsesionan a tantos, valoramos más lo distinto, lo que se aparta de lo trillado, lo que hace entender el deporte como un ejercicio de talento y si quieren, y arrimando el ascua a mi sardina, hasta artístico. Digo esto porque en las últimas décadas, y les puedo hablar desde mi memoria que arranca en los años ochenta del pasado siglo, no he visto a nadie moverse por una pista de tenis como lo hacía el suízo ofreciendo una sensación de flotar sobre las pistas rápidas, la tierra batida o la hierba. Poco importaba la superficie, esos centímetros que lo convertían en un tenista levitante, le alejaban de las leyes de la gravedad que tiranizan al resto de sus competidores, y todo ello sin perjuicio de la fuerza, precisión e inteligencia necesarias para llegar a ganar 20 Grand Slam, solo superado por Rafa Nadal y Djokovic-¡qué tiempo tan glorioso para este deporte!-, vencer en más de cien torneos y liderar el ranking durante semanas y semanas.

Colocarse ante el televisor a ver cualquier partido de Roger Federer era asistir a una coreografía deportiva. Un Fred Astaire del tenis que iba y venía, que subía a la red y que bajaba, que llegaba a cada bola sin aparente sufrimiento y que cuando estiraba el brazo parecía que la raqueta se iba a convertir en la mismísima Ginger Rogers, para hacer de ese partido una secuela de Sombrero de Copa. Así, con sombrero de copa y zapatos de claqué, semana tras semana, Roger Federer fue acuñando una leyenda que no hace más que comenzar con el anuncio de su retirada. Ya hay quien ha ganado más que él, y ojalá Carlos Alcaraz borre todos sus registros en un futuro, pero lo que se me antoja imposible es que se repita un tenista con esa elasticidad y con ese dinamismo  sobre la pista, por eso siempre podré decir que yo vi jugar a Roger Federer.

Hablaba antes de danza, de ese cuerpo que bailaba con su propia sombra bajo el abrasador sol australiano cada mes de enero, que hacía lo mismo en el irresistible junio de París, que nos otorgaba el éxtasis visual con su impoluto blanco sobre el césped londinense y que en Nueva York competía con su perfil con aquellos ‘montes de cemento’ que bautizara Federico García Lorca. Y ahora hablo de poesía, ya que ese revés cruzado quedará para siempre como una oda a la altura de cualquier otra composición que ustedes quieran imaginar.

Y al final, ya lo ven, yo venía dispuesto a escribir de cultura en este inicio de la temporada y, finalmente, con un rodeo imprevisto, acabo haciéndolo, y es que los genios si algo logran es transmitir unas sensaciones que tienen mucho que ver con el sentido lúdico de la cultura.
 

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