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La gran victoria irlandesa

Imagen de las banderas de las naciones sin estado que adornan el techo del dublinés Celt Pub. R.C.
photo_camera Imagen de las banderas de las naciones sin estado que adornan el techo del dublinés Celt Pub. R.C.

CON la victoria del Sinn Féin todavía fresca, apenas dos días antes, el Celt Pub es el único lugar que yo haya visto en Dublín donde se respira cierto ambiente de euforia. Es el primer sábado tras conocerse los resultados y hay alegría, pero tampoco es que sea una locura, a pesar de que es la primera vez que este partido gana las elecciones de la República de Irlanda. El techo del local está decorado con las banderas de todas las naciones sin estado. La estreleira gallega forma trío de honor con la estelada y la ikurriña. El Celt es la boca del lobo, donde se dan cita los seguidores acérrimos del Sinn Féin. Nada más entrar, un señor mayor con siete Guiness de más nos anuncia que perteneció al IRA. Pau Borrás, un joven y apuesto valenciano que lleva muchos años instalado en Dublín ejerce de traductor. No parece que las aventuras del señor del IRA impresionen demasiado a nadie allí, bien porque son mentira, bien porque para todo el mundo aquí son cosas para olvidar, bien porque la mitad de los presentes pertenecieron al IRA. Eso se me escapa y tampoco es cosa de preguntar.

Entre cientos de fotos de viejos luchadores por la independencia, activistas y terroristas, lo que más preocupa en la terraza del local es que la calefacción no funciona. Una tormenta de proporciones apocalípticas dejó paralizada media ciudad y al Celt sin calefacción en la terraza. Al parecer, según nos explica otro señor, una gotera se abrió justo sobre los cables de los calentadores eléctricos, por lo que, dice, aunque nadie nos prohibirá darle al interruptor bajo nuestra responsabilidad, tampoco nadie garantiza que sobrevivamos a una electrocución.

El local es todo un emblema. En la década de los 70, mientras el IRA trasladaba el conflicto del Ulster a las calles de Londres, el Gobierno británico, valiéndose de la Fuerza Voluntaria del Ulster, los GAL británicos, hizo lo propio en Dublín y otras ciudades irlandesas. En 1974, el 17 de mayo, a las cinco de la tarde, cuatro coches bomba saltaron por los aires, uno en Monagham y tres en Dublín, dejando 33 muertos y 300 heridos. El más sangriento de los cuatro atentados se produjo frente al Celt Pub. Mató a 14 personas, 13 de ellas mujeres, una embarazada de nueve meses. No es de extrañar por tanto que este lugar represente para muchos dublineses uno de los grandes símbolos de la lucha contra el Imperio Británico por la unificación con Irlanda del Norte.

"Me dice que Irlanda y Galiza son la misma patria y que él y yo somos hermanos"

El nacionalismo irlandés se vive sin grandes algaradas ni profusión de banderas. Los irlandeses están orgullosos de serlo y no necesitan demostrarlo a cada minuto. En el Celt todos conversan y brindan con todos celebrando la victoria y a los cuatro segundos hablan de fútbol y de la calefacción de la terraza, como si conocieran desde hace un siglo la fecha de la victoria electoral del Sinn Féin. En estos tiempos en los que algunos grupúsculos del IRA siguen armados aunque no se producen atentados desde hace muchos años, el terrorismo es cosa del pasado. Sospecho que el borracho que presume de su trayectoria como miembro del IRA podría hacerlo en cualquier lugar de Dublín. Si no le hacen caso en el Celt Pub, donde se dan cita los más notables representantes del republicanismo radical, menos se lo harán en cualquier otro lugar. Eso es algo de lo que podríamos aprender. Imagino que en Belfast, la capital de Irlanda del Norte, todavía bajo dominio británico, las sensaciones serán bien distintas, pero parece que en Dublín han superado los años del terror y se han tomado la victoria del Sinn Féin con toda naturalidad. Que yo haya visto o escuchado, nadie acusa a los del Sinn Féin de ser amigos de terroristas, ni nadie reprocha a nadie pactar con ellos en ayuntamientos o cualquier otra institución. Parece que en la República de Irlanda sí se practica la máxima de que en ausencia de violencia todos tienen el mismo derecho a hacer política.

En otro pub, The Cobblestones, unos músicos tocan melodías tradicionales irlandesas. Hay una veintena de ellos, cuyas fotos cuelgan de las paredes. No hay escenario ni amplificación, sólo una mesa y unas sillas en las que se van haciendo y deshaciendo grupos a medida que algunos músicos se van yendo y otros se van incorporando. De vez en cuando, entre pieza y pieza, alguien del público se levanta y canta a capella una antigua canción. Los músicos la escuchan atentamente y luego la tocan. Todas son canciones tristes que hablan de guerras, de hambunas y de emigración y todos los presentes, sean irlandeses o japoneses, escuchan con devoción, sólo rota en el momento en que una chica oriental estornuda y todos se apartan de ella por si viene con el coronavirus. Hay más miedo a una japonesa estornudando o a una terraza sin calefacción que al IRA. Ésa es la gran victoria irlandesa.

Pocos pueblos europeos han sufrido tanto como éste, y aunque la violencia es reciente parece que nadie aquí la tenga presente en su vida diaria. Ni en los lugares donde se concentran los emblemas de la lucha armada se le presta demasiada importancia a una época que han logrado superar. En The Cobblestones, un camarero veterano me pregunta de dónde soy. Le contesto que no hablo inglés y que soy gallego. Exhibe una amplia sonrisa, me da la mano y en un pésimo español me dice que Irlanda y Galiza son la misma patria y que él y yo somos hermanos.

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