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Tenemos quince años

Nadie tiene por qué avergonzarse de ir de la mano de quien le dé la gana

Casa del Orgullo de Buenos Aires. MARÍA PAULINA RODRÍGUEZ (EFE)
photo_camera Casa del Orgullo de Buenos Aires. MARÍA PAULINA RODRÍGUEZ (EFE)

ESTO ocurrió hace cosa de dos meses, calculo. La calle es muy larga, ancha, recta y plana. Si usted mira a uno u otro lado puede ver cualquier cosa que suceda en ella, de punta a punta. Yo estaba en una terraza y a la mesa de al lado se sentaba una pareja, señor y señora, muy elegantes ambos. Se acercaban dos chicas que venían hablando y riendo, felices, cogidas de la mano. El señor y la señora elegantes empezaron a mirar y a cuchichear mientras ellas llegaban, haciendo gestos de desaprobación. No sé por qué lo vi venir, pues no soy yo mucho de predecir nada, pero se me encendió una alarma.

Al llegar a nuestra altura, el señor elegante se dirigió a ellas tratándolas de usted y les pidió muy educadamente que se acercaran. Así lo hicieron y en tono muy cortés, mientras la señora asentía demostrando que el que mandaba era el hombre, éste les explicó que el lesbianismo es una mala cosa, que se puede curar, les sugirió que rezasen mucho y que se confesaran porque Dios las quiere. Inmediatamente ellas se soltaron las manos, avergonzadas. El señor siguió, siempre con toda amabilidad, casi con dulzura, pidiéndoles por favor que no exhibieran en público su lesbianismo, pues eso está mal, no debe hacerse, no es algo de lo que nadie deba presumir.

Otros tres que estaban una mesa más allá observaban la escena, perplejos como yo, como las chicas, todos incapaces de reaccionar no por temor al señor, sino porque aquello era tan extraordinario que supongo que nos paralizó a todos. Ellas estaban coloradas, al borde del llanto. Finalmente, cuando el hombre que las aleccionaba hizo una pausa, una de las chicas dijo: "No somos lesbianas. Tenemos quince años". No sé qué quiso decir con eso. Puede que intentara aclarar que a esa edad es normal que dos chicas vayan de la mano. O que son demasiado jóvenes para plantearse asuntos de esa índole. No tengo ni idea, pero la respuesta sonó a disculpa, y ahí fue cuando intervinimos los presentes.

Mientras discutíamos con el caballero tan elegante, ellas se alejaron. Antes de irse, la misma chica que había hablado nos dio las gracias sin hablar, sólo moviendo la boca. El señor trató de explicarnos su postura ante la homosexualidad, siempre con la señora asintiendo, ahora con tanta energía que deseé que se desnucara. Desde la otra mesa le dijeron directamente al señor que se fuera al carallo, mientras yo le preguntaba si era imbécil o qué. Dijo "vámonos de aquí" y él y su pareja se levantaron y se fueron en sentido contrario al que habían tomado las chicas, todos airados y cargados de razón, braceando mucho, convencidos de que esta sociedad no tiene remedio.

Volví la vista entonces hacia las dos amigas. Caminaban juntas, pero a dos metros de distancia una de la otra, sin mirarse, cabizbajas y en silencio. Destrozadas. Me pregunto cómo todavía hay personas así; de qué caverna salen, en qué mundo han vivido, en qué época se quedaron congelados. Imagino que en su ambiente habitual, entre su círculo de amistades las cosas son así. No sólo duele que haya señorones con ideas tan aberrantes; también que sean capaces de amargar el día o el mes de dos niñas que pasean alegremente y que en un instante ven cómo su felicidad se transforma en un momento desagradable.

Pasé luego varios días decepcionado conmigo, incapaz de sacarme la escena de la cabeza, sintiéndome culpable, pensando que en lugar de ponerme a discutir con aquel espantajo, lo que debí hacer fue hablar con ellas, decirles que no se preocuparan por aquel señor ni por otros como él, que nadie tiene por qué avergonzarse de ir de la mano de quien le dé la real gana, que lo peor que se puede hacer es escuchar a mala gente que trata de imponer un criterio, una forma de vida o una opción sexual. Que no se debe permitir que un extraño se meta en la vida de nadie, que no se aceptan lecciones de energúmenos, que se fueran tranquilas y pasaran de ese mal trago.

Con el paso de los días lo olvidé. Por desgracia, una escena como ésa siempre es eclipsada por otra igual o peor y nada hay que uno pueda hacer para evitarlas. Lamentablemente la vida es eso también: sufrir a personas que basan su existencia en afligir al prójimo y que creen que es su deber ir por la calle diciendo a los demás cómo tienen que comportarse. Salvadores de almas convencidos de que ellos mismos se están ganando un lugar privilegiado en el cielo.

Este sábado estaba yo en la misma calle, en la misma terraza y ocupando la misma mesa. Vi venir a las mismas dos chicas. Venían como la otra vez, hablando y riendo, cogidas de la mano. Cuando pasaron a mi lado me dedicaron unas sonrisas radiantes y liberaron las manos durante un segundo para saludarme. Mientras se alejaban ya de espaldas, otra vez de la mano, enterré la cara en la pantalla de mi teléfono para que nadie me viera llorar de emoción. Me regalaron una muestra de felicidad, pero además me hicieron feliz a mí. Gracias, de corazón.

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