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De las academias y de las epidemias, líbranos señor

Rubén Darío. DP
photo_camera Rubén Darío. DP

José Moreno Villa fue un distinguido intelectual que escribía -y seguramente dibujaba, dada su afición a la pintura- a tiempo parcial en los cafés: en vísperas republicanas, según propia confesión, pergeñó los poemas que componen el libro Caramba, en la cervecería madrileña Heidelberg. En ellos se dejó llevar por la fuga de ideas, gozando sin control de lo arbitrario y "detonante", moviéndose en una cadencia que oscila entre lo amable y lo irrespetuoso. Moreno Villa -a quien se tuvo en su época por artista de estética avanzada (uno de los primeros españoles en entender qué demonios significaba el arte cubista, que todos tenían por raro y carente de sentido, cuando no una simple memez)-, jamás releía sus versos; "cosa hecha, cosa pasada", tal era su lema. Lo propio hacía Cela con sus novelas. También Javier Marías se suma a esta hueste enemiga del revisionismo de los textos. Juan Ramón Jiménez hacía lo contrario, repasando y retocando una y otra vez sus poemas, lo que llevaba a la desesperación a su secretario particular y complicaba enormemente la determinación del canon para la reedición de sus obras.

Entre los poetas ha habido de todo, pero quizá fueran más los partidarios de buscar la inspiración ante una taza de café. Antonio Machado creó algunos de sus poemas en los cafés, cosa que provocaría espanto, con solo pensarlo, a Juan Ramón Jiménez. Rubén Darío perseguía a las musas a menudo por los cafés, con la tormentosa lucidez que le causaba su dipsomanía. Quizás sumido en una nube de alcohol emanada del vino o el ajenjo, emulando a su admirado Verlaine, concibió algunos versos (se asegura que esto le sucedió algunas veces) tan inspirados como característicos de la prosa modernista y parnasiana (lujosamente irisada con diamantes, un exótico quiosco de malaquita y un deslumbrante manto de tisú), como el fantástico final que dio al cuento en verso de la princesa Margarita, a cuyo regio padre imaginó revestido con un ropaje deslumbrante cuando mandó desfilar cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar. Quién sabe en qué mujer estaría pensando -además de la joven Debayle- cuando compuso este célebre poema, en 1908, puesto que, como reconoció sin ambages: "Plural ha sido la celeste historia de mi corazón". En vino y mujeres se le fue la vida y buena parte de los caudales al poeta nicaragüense, pensando probablemente que el resto de su dinero lo había malgastado. Fue un poeta muy admirado e imitado en el primer tercio del siglo XX, que, cuando venía a cuento, recitaba a modo de jaculatoria una frase que le gustaba repetir a Valle-Inclán: De las academias y de las epidemias, líbranos señor.

Rubén Darío perseguía a las musas a menudo por los cafés, con la tormentosa lucidez que le causaba su dipsomanía

Muchos fueron los escritores que se acogieron a las mesas y tertulias del céntrico café de Platerías (situado en la calle Mayor) a las que asistían Eugenio D’Ors, Pedro Garfias y Buñuel. Fue sin duda uno de los más perdurables, puesto que cerró sus puertas, en 1946, transformado en un prosaico almacén de paños. Fueron varios los escritores que pergeñaron aquí sus libros, entre los cuales, el más ilustre fue Rafael Cansinos Assens. También en el gremio de los periodistas hubo varios que gustaron de este viejo café: el más reconocido fue Mariano de Cavia, parroquiano a quien, a diario, un camarero entregaba pluma y tinta para redactar sus crónicas. Se obstinó siempre en trabajar en la misma mesa que acabó formando parte de la colección del Museo Romántico.

González-Ruano fue un escritor de cafés por antonomasia. En su última etapa, apenas era capaz de escribir en su casa, situada en las afueras: por la mañana temprano -con notable esfuerzo de voluntad-, saltaba de la cama aún con el sueño en los ojos; y se dejaba caer en un taxi en el que se dirigía al centro de Madrid (el sueldo le daba para permitirse este lujo -que realmente lo era en la época, a comienzos de los sesenta-, pero practicaba el arte de vivir al día y ahorraba poco; filosofía hedonista de la vida que compartía con su colega Julio Camba). Atravesaba el paseo de la Castellana para encaminarse directamente al café Gijón, en el número 21 del paseo de Recoletos. Llegaba allí a "prima hora", aclarando que como buen madrileño entendía por tal las 9 o las 10. Se entregaba con afán a escribir dos artículos. Iba después al periódico, cobraba, y a la una, regresaba de nuevo al café para hacer tertulia. Ya desde las doce y media comenzaban a llegar amigos suyos, escritores y pintores jóvenes en su mayoría, que formaban con él un concurrido cónclave. Todos evitaban ir antes de esa hora, sabedores de que el café era el gabinete de trabajo de Ruano. Con pocas excepciones, siempre había observado una pauta parecida: necesitaba cierta disciplina para vivir. Aún en las temporadas más frívolas, consagradas a la farra, se había impuesto orden en el desorden y se levantaba pronto para ir organizando su día en el trayecto, bien entre su casa y el mar, cuando residió en Sitches, o ya fuera en el viaje en el metro de París, o ya en un tramo del Kufürstendamm berlinés, o bien en el Corso Umberto romano o, al cabo, como hemos visto, en el paseo de la Castellana. Por cierto que al cafetín del pueblo catalán en que vivió Ruano, en la década de 1940, le consagró un artículo, que tituló: El padre de los chiringuitos, refiriéndose al de Sitches, situado a pie de playa, fundado en 1913. Escribió muy a su sabor en este establecimiento, que fue, según todo parece indicar, uno de los primeros surgidos en el litoral español, que no tardaron en proliferar notablemente después en la década de los veinte. Es interesante precisar que la palabra "chiringuito" procede de Cuba, donde significaba: chorro de café. Fueron los indianos catalanes quienes popularizaron el término, dada su costumbre de pedir un café empleando la expresión: "Ponme un chiringuito".

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