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El cocido democrático

Comensales disfrutando de un cocido. DP
photo_camera Comensales disfrutando de un cocido. DP

Los gallegos hemos venido sobreviviendo, como mínimo desde el Neolítico, gracias a un plato que es santo y seña de la dieta atlántica, el cocido, que, aunque es un preparado prácticamente universal, entre nosotros los gallegos reviste un acento propio. Las carnes del cerdo -esas variopintas provincias del puerco, como las denominaba Cunqueiro- son de gran calidad en Galicia, cuando proceden de la especie ibérica o bien, de la más nuestra, céltica o landrán, que tan pródiga difusión está teniendo desde hace unos pocos lustros. Nuestros mejores cocidos se benefician de esos humildes porquiños que tienen la posibilidad de robustecer sus carnes haciendo ejercicio por los montes y alimentándose con bellotas y otras enjundias.

Para la mayor parte de la gente, a través de la cadena del tiempo, el yantar ha estado basado en una gastronomía de mera restitución: no otra cosa que un parco compango extraído del pote y, de añadidura, una crecida proporción de pan. El cocido popular, preparado de cualquier manera (el ama de casa trabajadora tenía poco tiempo para los menesteres culinarios) tenía como fundamento el caldo, las castañas (a partir del siglo XIX, patatas) los nabos, grelos, berza, unto y un poquito de tocino o bien casquería. Como salsa, la ajada, y como bebida, agua fresquita, alguna cunca de vino tinto, por cierto, que en una medida mayor para los hombres. En los días maigres de vigilia, bacalao o alguna sardina con cachelos y un chisquiño de aceite.

En el polo privilegiado, en que se situaba la gente acomodada, incluidos los labriegos de buen pasar, el cocido era abundante, y se solía denominar de "curas" o de "boda»" Este pote gozoso llevaba toda suerte de delicias del cerdo: tocino de buena hebra, chorizos, costilla, oreja, morro, lacón y hasta buen jamón, si se terciaba y la ocasión lo requería. Ni que decir tiene que tampoco estaban ausentes las carnes frescas, de ternera, esencialmente de jarrete o falda. Además, solían hacer acto de presencia unas buenas tajadas de gallina. En materia de verduras la concordancia era considerable con el pote modesto: berza gallega, nabo, nabiza, grelo, calabaza o repollo.

La cuestión del contenido no lo es todo. Está también la maniere. No se puede despachar un buen cocido con prisas, como recomienda el sabio consejo de Cunqueiro, quien estipula casi una auténtica liturgia para su consumo, que requiere: espíritu sereno, olvido de la noción del tiempo, charla cordial bienhumorada y cálida atmósfera en el comedor. Con los pies y las orejas frías, no es lo mismo.

No se puede despachar un buen cocido con prisas, como recomienda el sabio consejo de Cunqueiro, quien estipula casi una auténtica liturgia para su consumo, que requiere: espíritu sereno, olvido de la noción del tiempo, charla cordial bienhumorada y cálida atmósfera en el comedor

El cocido es un plato que ha tenido una gran aceptación popular, y sigue conservándola, ¡doy fe! Si le preguntáramos a alguien cuáles son a su entender las razones de este triunfo, es seguro que -embargado por cierta emoción-, se atropellaría un poco pronunciando un discurso con el que trataría de dar cuenta de los múltiples motivos de su pasión por este plato inmemorial. Nos hablaría de su presentación, que tiene algo de fastuosa, en varias fuentes humeantes que desprenden un aroma bien rico y apetecible; no olvidaría referir su visión de un atractivo espectáculo de varietés, todo un símbolo de la próvida abundancia, que dispara ya el dispositivo fisiológico de los jugos gástricos y alguna que otra hormona concomitante de la libido gustativa. Y es que el cocido ofrece a la vista una plástica exuberante y policromada como una composición de Kandinsky o de Mondrian, pero desde luego alejada de la mesura espiritual y sobria contención de una pintura de Rothko, y emparentada, en cambio, con la exaltación icónica de la carne que caracteriza a Rubens y la sensualidad de la pincelada de Botticelli. Es una elegía a los excesos y a la desmesura, un canto que aparta por un tiempo la existencia rutinaria y las incordiantes restricciones impuestas por las prescripciones dietéticas y las propias de la moral tradicional que proscribe tajantemente la gula. Su comparecencia sobre el mantel constituye un espectáculo visual subyugante, del que resulta imposible apartar la vista, saludado por todos los comensales con expresiones de gozo y celebración. En ese momento, al conjuro de este poderoso ensalmo gastronómico, el corazón de todos ellos se aligera, las penas se evaporan, y a todos les parece que sus conocidos son mejores personas de lo que pensaban y tienen la impresión de que el mundo es un lugar más amable y mucho menos áspero y esquinado.

La facilidad de su elaboración no constituye una pequeña ventaja del cocido. No es en efecto, un plato complicado y su preparación no suele requerir la consulta de recetas. Cualquier cocinero, por poco avezado que sea, puede cogerle el tranquillo y alcanzar el ideal del preparado. Los expertos en nutrición no dudan en recomendarlo por ser saludablemente equilibrado y además muy completo: proteínas no le faltan, desde luego, pero tampoco carece de abundante verdura, una prudente cantidad de legumbre también la hay, merced a los garbanzos o habichuelas, y los hidratos de carbono campan por sus fueros en forma de patatas en pedazos. Y, señor mío, este plato estrella, se basa en la cocción, como su propio nombre indica, que es lo mejorcito que hay, sin fritangas ni nada parecido, lo que, al cabo, representa la más genuina expresión de la dieta galaica. Resulta, por ende, digestivo, si no se incurre en la demasía de una ingesta excesiva. Vaya, que pesado no es, si se toma con abundancia mesurada. En cualquier caso, el tema queda resuelto con seguir el sensato consejo de Arguiñano: al acabar de comerlo, al gimnasio. A desapuntarse, por supuesto, para que el entrenador personal no nos vaya a dar la murga.

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