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Escritores en los cafés históricos

Gómez de la Serna, en el Café Pombo. DP
photo_camera Gómez de la Serna, en el Café Pombo. DP

EN LA REPÚBLICA de las letras hispánicas ha existido, hasta no hace mucho, una pléyade de disti guidos escritores e intelectuales que se mostraron adictos al ejercicio de su trabajo en los cafés, bien con las plumillas que estos establecimientos les suministraban, o bien con sus propios lápices o plumas.

"Hállome sentado en un café, cabe la taza humeante, escribiendo y observando", refiere Santiago Ramón y Cajal en su libro consagrado a la temática de las mujeres. Nuestro sabio por antonomasia encontraba estimulante y grato escribir en los cafés (primordialmente en el Café Suizo) que al propio tiempo le servían de atalaya para sus observaciones, y consiguientes reflexiones, sobre asuntos muy variados, vertidos más tarde en un libro tan exitoso como polémico: Charlas de café. Algunas de sus anotaciones nos dan una clave esencial para entender el tenor de su época: "Los ministros duran poco y gobiernan para sus amigos", escribe. Cajal nos ha legado su aprendizaje atesorado a través de una larga vida, plasmado en sus memorias: El mundo visto a los ochenta años (título mucho menos optimista, por cierto, que el que campea en las memorias del diputado en las Cortes, de 1870, José Gutiérrez Gamero: Mis primeros ochenta años). Un obra muy enriquecedora, como lo es también la que dedicó a sus recuerdos de infancia y juventud, lo que nos lleva a poner en duda la afirmación de Louis-Ferdinand Céline: "La experiencia es una lámpara tenue que sólo ilumina a quien la sostiene". Y es que la buena literatura –en particular la memorialista más conspicua–, desmiente la escéptica opinión del gran escritor maldito.

Jardiel Poncela fue durante largos años un impenitente escritor de café, a tal punto que resultaría arduo encontrar otro ámbito al que acudiese con la misma alacridad o que haya revestido una im portancia pareja tanto en su vida como en su obra.

Mientras vivió en España, Ramón Gómez de la Serna escribió con asiduidad en los cafés. No solo realizó en ellos buena parte de su quehacer diario, sino que abogó, además, por la pertinencia –e incluso la conveniencia– de tal práctica, para el hombre con veleidades de escribiente. Acomodó su horario de trabajo al siguiente plan: por la tarde escribía en su casa, pero por la noche lo hacía en los cafés, y de nuevo en su domicilio hasta altas horas de la madrugada. A las diez y media de la noche solía ir a cenar al café Pombo, él solo, "frente al espejo de la reflexión, entre la calle y la soledad". Había conseguido que en el Pombo le guardaran algunos adminículos que precisaba para el desempeño de su oficio. Él mismo explicaba que: "Después saco del arca propia que allí tengo los medicamentos que cuidan la máquina para que no pueda rechinar ni sentir un roce y el bloc de cuartillas sobre las que escribo como un vidente frente a la inspiración realista del mundo que se congrega en los andenes del café". Más tarde se iba a su casa donde tenía por costumbre meter las manos hasta los codos en eso que llaman la escritura, hasta cerca de las seis de la madrugada. En su hogar practicaba un auténtico ritual de creación literaria, distribuyendo el tiempo entre la dedicación a la elaboración de los artículos, las novelas y otros libros, sirviéndose de diferentes mesas (lo que recuerda al personaje de uno de los cuentos de Borges). Este era una de sus liturgias: "En los momentos en que estoy más en el mundo de lo novelístico me pongo mi monóculo sin cristal, este monóculo que es toda mi estética desprovista de engaños...". Cuando se hallaba trabajando en horas nocturnas, en algunas ocasiones en que la fatiga bajaba sus párpados, se permitía descabezar un sueño corto con el monóculo puesto, y trataba de evocar su fantasía favorita confesable: manifestaba que se veía a sí mismo en reuniones mundanas con bellísimas damas escotadas hasta la locura.

En cualquier caso, Gómez de la Serna era muy exigente consigo mismo en lo concerniente al trabajo. Consideraba que el tiempo era algo demasiado valioso para perderlo alegremente. Oficiaba por ello de "trapero del tiempo" –según su expresión–, ya que procuraba aprovechar todos los retazos sueltos que encontrara. No dejaba tampoco que cayeran en saco roto las ideas que pudieran ocurrírsele cuando se hallaba en trance de dormir, práctica que también compartía quien fue decano de los empresarios, Carlos Ferrer Salat. Esto es: como quiera que a veces, entre sueños, brotaba en su mente algún pensamiento interesante, o tal vez una greguería, tenía siempre a mano una lámpara eléctrica con una libreta de notas adherida en la que, venciendo la pereza, la registraba prestamente por escrito, temiendo que, de no hacerlo así, se dispersaría en la niebla irrevocable del olvido. Esforzado, pero ilusorio empeño, en pos de la recordación muy concreta o la mucho más ambiciosa y general inherente al sueño romántico del logro de una posteridad esquiva. Los escritores noucentistas han sido más escépticos, conscientes de que todos nos dirigimos a la brumosa región "donde habite el olvido", como proclama desalentadoramente el verso de Cernuda y ratifica, de este mismo modo, Borges en su poema –evocado por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince–: "Somos el olvido que seremos". Nadie, ni siquiera los personajes más ilustres, se libra rán de ello, como apunta Ramón y Cajal, quien tuvo la oportunidad de refl exionar sobre esta cuestión, tras haber conseguido la celebridad que confiere el Premio Nobel: dejó escrito que la gloria no es otra cosa que el olvido aplazado. El célebre bibliotecario argentino tenía claro que la diferencia mayor entre él y el común de los mortales, consiste en que estos simplemente se han dado más prisa en precipitarse al abismo en el que se funden y confunden el ser y la nada. Pero no pasa nada: ¡carpe diem!

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