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Julio Camba y su humor

Cansinos-Asséns le dio bastante caña a Julio Camba. Sin embargo, sus numerosos amigos le apreciaban y se hacían eco de las gracias y comentarios irónicos que le escuchaban en las tertulias
El escritor Julio Camba. DP
photo_camera El escritor Julio Camba. DP

En la Edad de Plata había animadas tertulias en los cafés y también en algunos domicilios céntricos, como el del diplomático chileno Morla Lynch, al que acudía con frecuencia Lorca. Se cultivaba la amistad, pero tampoco eran raros los desencuentros. Carmen, la hermana de Pío Baroja, artista casada con el editor Caro Raggio y madre de Julio Caro Baroja -a la que, por cierto, pocas oportunidades se le dieron en su actividad artística (incluidos sus propios hermanos)- menciona en sus memorias las malas relaciones que existían entre los escritores. Esta atmósfera enrarecida viene de antiguo. Gómez de la Serna apunta que siempre ha habido inquina entre escritores: ya entre Calderón y Lope de Vega hubo sus más y sus menos, y este último dijo del Quijote que no iban a servir sus hojas más que para envolver géneros ultramarinos o para más bajos menesteres. Quevedo y Góngora andaban a la greña, y Clarín pleiteaba con cuanto literato fatigaba las prensas. Con tales antecedentes se entiende cabalmente la dificultad con que tropezó Azorín en su empeño en promover el asociacionismo entre escritores, que trató de encuadrar en la sección española del Pen Club.

Ramón y Cajal constataba la competencia y rivalidad que existía entre los escritores hispanos, en general, negándose unos a otros cualquier mérito. Aludía también al hecho de que en las tertulias la primacía en el cotilleo correspondía a los artistas y literatos: "Quedar indemne, siendo del oficio, de los poco piadosos comentarios de una peña donde abundan los devotos de las musas, es más dificultoso que escapar ileso de una jaula de tigres famélicos". ¡Y, ay, de aquel que tuviera prisa! El que abandonaba la tertulia antes de que finalizara se exponía a que le cayeran encima chuzos de punta. Ramón Gómez de la Serna señala, en Automoribundia, que conoció a un señor que antes de marcharse de una reunión, suponiendo que le iban a alacranear, se asomaba al quicio de la puerta y les decía preventivamente a sus amigos: - ¡Peor son ustedes!

El genial e impenitente ágrafo, Pepín Bello, conoció a Jacinto Benavente ya de mayor y le pareció que tenía una lengua tan viperina que asustaba. Bello nos ha revelado, por cierto, que tanto él como Luís Cernuda encubrían muy poco su homosexualidad, tenida por nefanda entonces. Lorca, en cambio, la disimulaba más. Pero a lo que vamos: Benavente admiraba a Valle-Inclán y en la tertulia que presidía en el café El Gato Negro, lo elogiaba con entusiasmo. Un amigo le comentó con malicia que don Ramón no opinaba lo mismo sobre él. El agudo ingenio de Benavente se puso en marcha con rapidez y halló una respuesta astuta con la que salir airoso del trance: -Bueno, puede que a lo mejor estemos equivocados los dos, replicó.

Benavente fue un irónico Nobel balzaquiano que también fungió como gerifalte de la tertulia que se reunía en el teatro Principal. Pues bien, aconteció que en ella un autorcillo de comedias de tercera categoría blasonaba de sus éxitos sin ton ni son. En un momento en que la tertulia estaba muy animada se levantó para dirigirse al excusado. Como tardaba en volver, alguien lo comentó y Jacinto Benavente dejó caer, mientras daba chupadas a su puro: -Se habrá dormido sobre sus laureles.

Juan Ramón Jiménez (1881- 1958) fue bastante menos cordial en el trato con los colegas de pluma. Tenía fama de neurótico y avieso en sus juicios sobre los restantes escritores, como han puesto de manifiesto muchos de sus coetáneos y singularmente Dámaso Alonso. Hubo también quien no tuvo empacho en reconocer su generosidad -y la de su talentosa esposa, Zenobia Camprubí-, ocupándose del acogimiento en su piso de niños que habían quedado huérfanos en la guerra. En cualquier caso, no fue precisamente complaciente con casi nadie, y tampoco con Ramón Pérez de Ayala (1880-1962) contra quien no dudó en salir al paso cuando Moreno Villa y otros admiradores, le contaron que era muy culto y tenía la curiosa manía de no poder trabajar si no tenía la mesa repleta de libros y revistas. Echaron imprudentemente más leña al fuego añadiendo que estaba dotado de un don especial para captar el genio de la lengua, en un grado que no alcanzaba ningún otro escritor. Al poeta de Moguer le faltó tiempo para objetar que lo que tenía era: "el sentido de la forma de la lengua, del molde de la lengua, académica, hábil, fría, seca. Su prosa está vaciada en una tumba". En suma, que se equivocaban al elogiar la "prosa difunta" de un autor, que, por cierto, se atrevió a criticar con encono a los jesuitas en A.M.D.G. Y osada fue también su resolución de poner un acrónimo como título de una novela (autobiográfica), que era el lema de la Compañía de Jesús: Ad Maiorem Dei Gloriam.

Cansinos-Asséns le dio bastante caña a Julio Camba. Sin embargo, sus numerosos amigos le apreciaban y se hacían eco de las gracias y comentarios irónicos que le escuchaban en las tertulias: había dicho que la moderna publicidad le parecía esencial para que el público se enterase de la aparición de un nuevo producto: sin duda su condición de ribereño le inspiraba el ejemplo de la sardina, que pone miles de huevos, pero no lo cuenta y no se entera nadie. La gallina, en cambio, pone uno solo, lo cacarea y se entera todo el mundo. Añadía que la sardina le gustaba, pero tenía el inconveniente de que, aunque sabe bien, sabe bien durante demasiado tiempo. Le parecía algo indigesta, como también tenía por excesivos los fundamentos de la culinaria castiza: el ajo y los prejuicios religiosos. Tanta vigilia le fatigaba, pero no era solo eso: le comentó a un colega de profesión que estaba cansado de cubrir tantos actos informativos y, sobre todo de llevar una vida sedentaria en redacciones y cafés. El otro quiso darle una solución: -Pues haz ejercicio, le dijo. –Ya, pero entonces me cansaría aún más, respondió.

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