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Julio Camba, el médico y su remordimiento

Es probable que se haya exagerado la tacañería proverbial de Julio Camba, a quien también atribuyen fama de gorrón
El escritor Julio Camba. DP
photo_camera El escritor Julio Camba. DP

Rafael Cansinos Asséns creó una de las obras de testimonio (centrada en el período comprendido entre fines del siglo XIX y 1936) más relevantes para la historia de la literatura y el periodismo en España: La novela de un literato. Un relato muy bien escrito, pero que contiene un sesgo en su orientación: el autor se valió del astuto procedimiento de empequeñecer -ya que no resultaba presentable ningunear-, a los escritores más conspicuos de su tiempo, dedicando bastante más espacio a la variopinta constelación de autores menores, que consideraba que le hacían menos sombra. A Julio Camba le dedica bastante espacio, aunque probablemente no tanto como el que sería merecedor, dado el reconocimiento que obtuvo desde muy pronto. El vilanovés, tras una etapa anarquizante -por la que también pasó Azorín- devino bastante escéptico, y muy poco dado a darse aires o adoptar actitudes solemnes. Su mejor virtud no era precisamente el trabajo: si podía evitarlo no escribía y le encantaba dedicarse a holgazanear hasta que se sentía acuciado por la necesidad de obtener parné.

Quien trajo por el camino de la amargura a Julio Camba fue el joven andaluz José Iribarne, un nietzscheano que firmaba artículos vitriólicos con el seudónimo de Zaratustra, con el que se encontraba a menudo ya que ambos frecuentaban la tertulia literaria que se celebraba todas las noches en el café de la Montaña. Zaratustra, en la familiaridad de la tertulia, le decía a Julio en la cara que era un pequeño miserable. El libelista andaluz, que se dejaba ver también por otros cafés célebres de la época: el Colonial y el Universal, no dejaba títere con cabeza: con su lenguaje tajante y agrio no reparaba en zaherir también a Baroja, al que tildaba de anarquista de pacotilla, un Gorki falso. Era además el único de ellos que no rendía tributo de admiración por la obra de Valle-Inclán y Azorín. Pero, hete aquí que Rafael Cansinos-Asséns descubrió una noche que aquel Zaratustra de fi era estampa, tan mordaz con todos y tan exigente en estética, era en realidad un pobre sentimental: vivía con una mujer desprovista de elegancia y sin el menor asomo de belleza, prematuramente envejecida, para más inri; era la Obdulia, ante la que se le vio temblar como un chiquillo cuando apareció en el café, y con una simple seña le hizo salir para llevárselo a casa. Esta era una situación temida por muchos caballeros: sentirse avergonzados ante sus amigos al ver aparecer a sus mujeres en el café para recordarles que era hora de retirarse al hogar. Se consideraban afortunados cuando en vez de comparecer sus señoras, enviaban a una de sus criaturas para darles el perentorio aviso.

Es probable que se haya exagerado la tacañería proverbial de Julio Camba, a quien también atribuyen fama de gorrón, en lo que insiste con demasiada inquina Cansinos-Asséns. Se ve a las claras que a este gran experto en temas hebraicos, a quien admiró mucho Borges, por cierto, no le caía bien el autor de La casa de Lúculo. Ya hemos anticipado que sus apreciaciones sobre aquellos escritores que no le agradaban (como le pasaba también con Xavier Bóveda) o a los que tenía cierta ojeriza, tienden a ser partisanas y más bien propias de un comentarista un tanto zoilo. Ahora bien, cuando el río suena, agua lleva y es posible que alguna de sus críticas contengan una pizca de verdad. Una obstinada tradición oral propaga que los amigos de Camba en Vilagarcía discutían y hacían apuestas sobre si llevaba o no alguna vez encima la cartera, porque nadie se la había visto nunca.

La simpatía en el trato personal de Camba, a lo que se añadía el humor de sus artículos periodísticos -por cierto, que le hacía tan poca gracia que le consideraran humorista como a Lorca gitano- , hacía perdonable un defecto, como el mencionado, ante los ojos de sus amigos, que disfrutaban de su agudeza y amenidad en las tertulias de café. Corría de boca en boca la anécdota del médico que se acercó a Camba para contarle que tenía que dar próximamente una conferencia de temática médica. Como quiera que los organizadores del Ateneo sevillano le habían pedido que fuese asequible para los profanos, pensaba darla sobre una cuestión que tenía bien documentada y consideraba de interés para los legos en la materia: "De qué muere el médico". -Pero, querido doctor -repuso en el acto Camba-, esa cuestión no constituye ningún misterio para nadie… ¿De qué va a morir el médico? ¡Qué cosas tiene usted! El médico muere siempre de lo mismo: ¡de remordimiento! Es de notar, en este sentido, que una de las principales causas de muerte han sido siempre las equivocaciones médicas, pero esto no ha hecho menguar gran cosa su reputación, puesto que sus errores se ocultan prestamente con tierra, de igual modo que los de los arquitectos se esconden con parterres de flores y los de los cocineros se disfrazan con salsas.

Camba exhibía cierto desdén mundano de dandi por la persecución de la gloria literaria y sus fastos. Ni siquiera se solía interesar por la publicación de sus libros, por lo que quedaron en olvido innumerables artículos suyos. Algunas colectáneas tuvieron que ser llevadas a la imprenta por sus admiradores, dada su desidia al respecto. Desdeñaba olímpicamente recibir homenajes en banquetes multitudinarios, a lo que tanta afición había entonces, y cuando le ofrecieron un sillón en la Real Academia, declinó la propuesta, aduciendo que él vivía en un hotel (en el Palace, es cierto, pero en una habitación modesta) y lo que necesitaba era un piso, no un sillón, y como la Academia pisos no daba, pues... que no. Ortega fue otro que rehusó el ingreso en la RAE, pero no creo que existan muchos otros ejemplos. Baroja, que tanto rosmaba, acabó entrando; a quien, por cierto, le dio la réplica Marañón despotricando contra los cafés. Y eso que era un sabio!

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