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Mujeres en los cafés históricos

Asistentes al Café Gijón, en Madrid. DP
photo_camera Asistentes al Café Gijón, en Madrid. DP

Como apunta Antoni Martí, en Poética del café: el café era la casa del que no tenía casa. El domicilio promedio, el más generalizado en los dos últimos siglos, distó mucho de ser un espacio acogedor y grato. Para trabajadores, escritores y artistas, el hogar no era un ámbito "dulce". Para los habitantes de esa intemperie domiciliaria, el "café es una sociedad de calores mutuos", como lo calificó Gómez de la Serna, en su libro sobre el Pombo. Joseph Roth dejó dicho que, en el rigor del invierno, el café confortable, parecía a muchos un cálido cielo para los ateridos, y una gran sala palaciega para la abrumadora mayoría que residía en hogares escasamente agradables.

El café era un lugar en el que se practicaba la escritura y desde luego que también la lectura, aunque José Bergamín se quejaba de que, por las limitaciones de la cultura española de entonces, era preciso conformarse con el menú del día, mientras que en Francia resultaba posible leer a la carta. Sea como fuere, para esta quienes cultivaban esta afición, constituía una alternativa a la mayoría de las casas que, si bien solían disponer de alguna mesa en la que resultaba posible escribir, presentaban, no obstante, ciertos inconvenientes. En comparación con los cafés –singularmente, los buenos– solían carecer de confort, la iluminación era deficiente y el frío en invierno hacía penosa la labor de permanecer en actitud de concentración en la escritura, sin apenas moverse, durante un período largo de tiempo. Aunque de un modo distinto y contrapuesto, las cosas no mejoraban mucho, en verano por la falta de refrigeración. Además, en la mayoría de los hogares había niños que jugaban y alborotaban por toda la casa. Y es que la familia -en especial si era numerosa- puede que fuera una institución excelente, pero presentaba en determinados casos dificultades muy concretas para el desempeño de la labor de un escritor. Es sabido que la corrupción de lo óptimo produce lo pésimo. Con las tensiones intrafamiliares y las inevitables diligencias domésticas que un hogar corrientemente comporta, no pocos escritores, que conocían las teorías del psicoanalista vienés Sigmund Freud –en boga en las primeras décadas del siglo XX–, daban en suponer que ese ambiente familiar les conducía fatalmente a la neurosis.

Ahora bien, en esto como en todo, había clases. La burguesía acomodada disponía de espaciosos domicilios y servicio doméstico que se encargaba de los menesteres domésticos. El señor de la casa –más o menos letraherido–, tenía una biblioteca y un gabinete de trabajo o despacho para su uso exclusivo. Este era el caso del doctor y ensayista Gregorio Marañón, que detestaba la vida de café. O el de Juan Ramón Jiménez, que participaba de dicha antipatía, y exigía en su domicilio un silencio maniático que debía observar y hacer cumplir su esposa Zenobia Camprubí. En el polo opuesto, se hallaban las mujeres que –con excepción de Emilia Pardo Bazán y alguna otra dama prócer–, carecían de la habitación propia vindicada por Virginia Woolf. Carmen de Burgos, reconocida periodista y prolífica novelista, escribía en la cocina de su casa. A efectos prácticos, tampoco tenían las mujeres la posibilidad de escribir en los cafés, puesto que no estaba bien visto que una mujer ocupase una mesa ella sola en la que se dedicara a escribir durante largo rato y con frecuencia.

Los cafés solían estar saturados de humo, pero no eran precisamente las responsables del ambiente cargado las pocas mujeres que entraban en ellos –casi siempre acompañadas–. Como apunta Corpus Barga, había alguna rara mujer que se atrevía a fumar entonces. Solía pertenecer al grupo de las que pensaban que el sexo es un bufé libre, no un menú que se sirve en el matrimonio. El caso es que la mayoría de los hombres en España no aceptaban que las mujeres pudiesen fumar cigarrillos –¡y no digamos, puros!–, por considerarlo un vicio nefando y masculino. El novelista Pérez Galdós, por caso, consideraba inadmisible que fumasen las mujeres y para dar una mala nota de uno de sus personajes femeninos decía de ella que fumaba.

Una mujer sola en un café, y además fumando, provocaba desde luego rechazo, y la sospecha por ende de que se trataba de una "mujer fácil", o "de la calle"

Una mujer sola en un café, y además fumando, provocaba desde luego rechazo, y la sospecha por ende de que se trataba de una "mujer fácil", o "de la calle". La mayoría de las miradas se dirigían hacia ella y es probable que algunos la incomodaran endilgándole piropos rijosos o que le hiciesen directamente propuestas. Y es que no era nada fácil la vida de las mujeres (agravada en la posterior época franquista). Son conocidas las limitaciones y discriminaciones de todo orden que padecían. Tanto en los cafés, como cuando salían de ellos, a la calle. Corpus Barga, señalaba que, si bien la casa no era un lugar seguro (por el maltrato) y el café o la taberna no eran grosso modo para ellas, tampoco podían relajarse en la calle o en el trasporte público: en las aglomeraciones actuaban los clásicos "parchistas", expertos en parchear o palpar con las manos a las mujeres, como si se tratase del parche de un tambor. Cuando una mujer de "de bandera" paseaba por la calle, podía ser vejada con piropos brutales de los que participaban también los varones de posibles, que "eran finos filipinos": "los albañiles en el andamio, como los señoritos en los balcones de la Peña (el club de moda), se daban la voz al verla venir y diferentes voces sucesivas añadían un rosario de elogios bestiales sobre las distintas partes de su cuerpo, a medida que cada par de ojos voraces, como los cuervos las tiras de carne, iban arrancándole una tira del vestido hasta dejarla entre todos desnuda". Ante semejante acoso, "la mujer más segura de su belleza se abochornaba y encogía como cubriéndose con algo para pasar". ¡Y aún había algunos defensores de las costumbres castizas que consideraban esto como una forma de caballerosidad!

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