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Rubén Darío, humo y ensueño

Rubén Darío. DP
photo_camera Rubén Darío. DP

La mayoría recordamos como hace todavía poco tiempo –antes de la promulgación de la ley antitabaco de Zapatero–, los cafés, las discotecas, las casas, todo estaba lleno de humo.

Desde que el hábito de fumar se introdujo, en la época del Barroco, fue ganando adeptos, convirtiéndose ya en el siglo diecinueve en una costumbre social masculina muy extendida. Una práctica, convertida en rutina, tanto privada como pública, con infinidad de adeptos, aceptada socialmente y tan popular como el alcohol. El vicio estaba presente en todos los estratos de la población y, aunque había preferencias horarias, cualquier momento del día parecía bueno para que los más recalcitrantes se dejaran llevar por las acuciantes ganas de encender un cigarrillo.

Rubén Darío. DP
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Sucedía esto tanto en la ciudad como en el campo. Según declaraba un médico, ya antes de la década de 1920, en los medios populares se hacía una utilización abundante del tabaco. En los trabajos del campo, en Galicia, se les daba habitualmente a los jornaleros, además de la paga, vino y algo de picadura o unos cuantos pitillos.

Para los presos en la adicción, cualquier sitio o momento podía parecer adecuado. No eran pocos los fumadores que cultivaban tal afición mientras almorzaban, a pesar de que las normas de urbanidad censuraban esta práctica. Y es que la gente fumaba prácticamente en todas partes: en el lugar de trabajo, en casa, en las salas de conciertos, en bailes, teatros, cinematógrafos y demás locales cubiertos destinados a la celebración de espectáculos (y, por cierto, en épocas más remotas, en las mismas iglesias).

Ahora bien, en los hogares aristocráticos y burgueses, existía una habitación destinada exclusivamente a los caballeros y sus humos, que se denominaba con un galicismo; el término no es otro que "fumoir", que hizo en España más fortuna que el equivalente smoking-room, de los ingleses. A esta sala, y a la del billar, se retiraban los señores para charlar apartados de sus esposas, después de las comidas mundanas. En Galicia, gozaba de merecida fama el "fumoir" dispuesto por Montero Ríos en su pazo pontevedrés, decorado, por cierto, por el pintor Ovidio Murguía.

En la época de Primo de Rivera, las autoridades de algunos municipios trataron de poner freno al excesivo consumo en el interior de las empresas. Las ordenanzas dictaban que los dueños de los establecimientos venían obligados a poner carteles bien visibles con la siguiente prohibición: "De orden de la autoridad queda prohibido, por razón de higiene, fumar y escupir".

Mas las medidas de contención de este tenor no parecen haber servido de mucho. La mayoría fumaba a destajo e ignoraba el daño que el tabaco representa para su salud. Uno de los fumadores compulsivos era el propio dictador, Primo de Rivera, quien se lamentaba de que: "Ir a comer a palacio es una lata. Además de que se come mal, el protocolo prohíbe fumar entre plato y plato".

Fumar llegó a convertirse en un signo de virilidad que los chavales emulaban queriendo parecer hombres

Fumar llegó a convertirse en un signo de virilidad que los chavales emulaban queriendo parecer hombres. El que no fumaba ni bebía vino, se arriesgaba a inspirar cierta desconfianza, maliciándose ciertas gentes de que el tal abstemio seguramente tendría algún vicio oculto bastante peor, puesto que nadie es perfecto. Un proverbio dejaba esto claramente sentado: "Al que no fuma ni bebe vino, el diablo le lleva por otro camino". Tucho Calvo tuvo noticia de una chanza popular, en la que un supuesto arrepentido, declaraba que: Por comer, fumar, joder y beber, me eché a perder. Y ahora que ni como, ni fumo, ni jodo, ni bebo, estoy convencido de que quien no come, ni fuma, ni jode, ni bebe... es porque no puede.

Los cafés parecían especialmente idóneos para la fumeta. Azorín constataba que los antiguos cafés aparecían repletos de pobladas tertulias en las que se hablaba de todo. Pero también encontraba que estaban muy cargados de humo de tabaco. Ricardo Baroja, cronista de su generación, menciona "el ambiente humoso" del Nuevo Café de Levante. Y Ramón y Cajal menciona que al entrar en un café era preciso acostumbrar los ojos al humo del tabaco y al denso vaho respiratorio. Cansinos-Asséns alude a la atmósfera turbia de los cafés, que generaba problemas de vaho para quienes utilizaban gafas: refiere el caso de un poeta, dotado de extraordinaria facilidad para la improvisación de ripios, pero que era muy miope y tenía el problema de que cuando entraba en el café Colonial se le empañaban sus lentes con el vapor de la cargada atmósfera del local. Se veía obligado tener que andar tanteando, casi como un ciego, tropezando con las sillas, hasta llegar al sitio de su tertulia.

El poeta nicaragüense Rubén Darío, que conoció bien París –cuya literatura admiraba– y Madrid –en cuyas letras (que consideraba menos admirables) infl uyó de manera determinante–, apuntaba, en España contemporánea, que el ambiente de los cafés españoles estaba cargado de humo, en mayor medida quizás que en América. No resulta fácil encontrar una foto suya fumando. Fue, en cambio, un bebedor recio, infatigable. Murió de cirrosis. Necesitaba beber para escribir versos. También para soportar la vida: sufrió durante años –o quizá siempre– de terribles pesadillas por el trauma que le ocasionó el abandono de que fue objeto, por parte de su padre, tanto él como sus hermanos. El trago no era el único recurso de que se servía para llamar a las musas. También le inspiraba la belleza de las mujeres. La película La princesa Paca (dirigida por Joaquín Llamas, en 2017) muestra un momento de bloqueo, en que no se le ocurría nada. Pone entonces un disco y le pide a Francisca que se desnude y baile para él. Viendo a Paca bailar recupera la inspiración. En el brumoso café de La Montaña, en compañía de Valle-Inclán, soñaba con ese momento.

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