Opinión

Cuando el amor manda

HOY MISMO, hace un año y un día que mi madre y mi padre celebraron con toda su familia sus bodas de oro. Ahí es nada, 50 años juntos.

Moncho, Patricia, María, David, Ana, “pollito” Antonio, Martín “ratón”, y yo misma, os deseamos toda la felicidad del mundo y os damos las gracias por haber formado esta imperfecta, a la vez que maravillosa feliz familia, como creo que habrá muchas; pero más llena, imposible.

Espero que lo entiendan queridas lectoras y lectores, me pudo el corazón, y aunque aprovecho esta oportunidad para homenajearlos de forma principal, voy a aprovechar la ocasión para hacerlo extensivo a muchos más.

Estas felicitaciones las hago extensibles a todas las familias que han subido este peldaño, a las que lo están celebrando, a las que lo harán y a las que ya lo han hecho; y en especial a algunas de las que tengo más cerca, a Luis Juncal y Rosa Patiño, que hace un par de meses lo celebraban; y a Maria del Carmen Macías y Carlos Costa, lo que lo festejaban este pasado viernes; y no puedo dejar de citar través de estas letras a los que han conseguido imposibles para muchos, como mis admirados Manuel de Navascués y Luisa Aybar que acaban de estrenar sus “Bodas de esmeralda”, y a mis queridos Erundino Lorenzo y Carmen Torres que ya rebasaron las “Bodas de Diamante”. Con ellos y a través de mis felicitaciones, mi cariñoso homenaje a todos los demás.

Porque es toda una hazaña convivir y rebasar el medio siglo y seguir juntos; ya que las lágrimas y las sonrisas que la vida te depara, sin amor… no sería posible superarlo.

Porque en una época donde la familia como institución zangolotea a ratos, creo que es de recibo y deber de los que conocemos a estos “campeones y campeonas de obstáculos”, poner en valor su trayectoria y lucha diaria, además de mostrarlos como unos ejemplos de lo que es posible, eso sí no exentos de sacrificios.

Como sociólogo, ya tardaba yo en mostrar mi “deformación profesional”, me veo en la obligación de abogar por la familia como el elemento material, el valor fundamental de la comunidad social; la institución por excelencia que tiene derechos naturales, antes que el estado, y que este mismo debe reconocer, promover y respetar.

Y de la misma manera que hago esta taxativa afirmación con fundamentos más que reconocibles y justificables, en pleno siglo XXI la amplio a la realidad de una sociedad en pleno cambio, y aun sabiendo que seré punto de críticas voraces (cuestión que me da igual), circunscribo la familia al lazo del amor, que para mí, está muy por encima de estar conformada por una pareja heterosexual, y por niños no gestados en su seno; ya que mi experiencia de vida me ha enseñado a comprender que hay parejas no adecuadas para la crianza entre miembros de distinto sexo, y sí existe esa idoneidad en personas solteras y en parejas homosexuales que, responsablemente han decidido incorporar a su proyecto de vida a los niños; ofrecer a sus componentes los bienes materiales, culturales y espirituales, necesarios para una vida digna; y ser así la base de la sociedad.

Todo se circunscribe y se resume en pocas palabras: “responsabilidad, estabilidad y lo que es más importante, AMOR”.

Quizá esto que estoy manifestando no sea fácil de comprender, pero sin AMOR entre las personas y las personitas que se conformarán en ese núcleo básico social, será imposible concebir realmente lo que es una familia, y por ende, más complicado el avanzar construyendo los lazos de unión inquebrantables que se van tejiendo día a día para perdurar en el tiempo y afrontar los años que vivimos y nos quedan por vivir.

Y sé lo que digo, porque lo he vivido en primera persona. Aun recuerdo aquellos campamentos en los que yo era monitora con niños de los entonces llamados “hospicios” y posteriormente “hogares provinciales” (porque dependían de las Diputaciones), en donde los niños, aun cuidados con cariño y atenciones individualizadas, (gracias a la labor de cuidadores excepcionales, como mi prima Luz, entre muchos) tenían muchas carencias referenciales y emocionales, como no podría ser de otra  manera ante su circunstancia.

Fue ahí cuando comencé a experimentar lo que les cuento; y en varios encuentros con ellas y ellos, bien de manera fortuita o por haber quedado previamente, ya de adultos a todos les hice la misma pregunta “¿os hubiese importado formar parte de una familia independientemente de quienes fuesen vuestros protectores, padre y madre, una madre sola, un padre solo, una pareja homosexual?”, y sin dudar todos contestaron lo mismo, “… tener tu casa, tus abuelos, tus primos y quien te quiera solo a ti , hubiese sido mejor…Mi vida hubiese sido distinta, como la que ahora intento darle a mis hijos…Y la verdad el sexo de quien te quiera es lo menos importante si tu para él o ella, o ellos eres lo principal”. De nuevo el mismo denominador común, el amor.

Pues eso, les invito a hacer una reflexión nada egoísta aprovechando este artículo de opinión, y pensando en la mejora de la vida de los niños sin mirarnos al ombligo, para así seguir apostando por la familia en pleno siglo XXI; eso sí, abanderando esos valores de siempre que a veces se tambalean como la unidad, el respeto, la tolerancia, la responsabilidad y el cariño. Porque desterrar los egos, y pensar en grande, es lo que nos va a permitir avanzar como sociedad madura, unida y feliz.

Las familias que se quieren y que quieren a sus hijos, son las que pueden disfrutar que quienes les han criado y lanzado al milagro complicado de la vida, no sin problemas porque eso es lo que une, puedan celebrar como muchas, y en especial como la mía muchos años juntos, porque eso sólo ocurre cuando el amor manda.
 

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