Opinión

Equipaje

HAY GENTE tan acostumbrada a hacer las maletas que son capaces de ponerse a hacer otra cosa más al mismo tiempo, como discutir a gritos por el resultado de la última edición de Eurovisión. Ya son ganas de discutir pero hay gente para todo. Otros, sedentarios por vocación y por destino, emprendemos la tarea (la de hacer las maletas, no la de discutir) con mucho más empeño que acierto. Es bien sabido que el éxito sonreirá a quién sepa colocar con mayor pericia la cantidad más grande de ropa y útiles de viaje en el menor espacio posible. Hay tutoriales de youtube sobre el particular. A los tutoriales de youtube les pasa como lo que dijimos de las ganas de discutir.

Pero ¿qué es el éxito cuando hablamos de hacer el equipaje?, ¿acaso una maleta pulcramente ordenada y sabiamente dispuesta tiene más probabilidades de alcanzar su destino a la par que su dueño?, ¿acaso el futuro de las maletas que se extravían está ya escrito cuando sus dueños disponen la ropa y el calzado en un revoltijo infame? Pongamos que, con el paso del tiempo, entre los pescozones que da la vida y las filípicas de su pareja, usted se ha convertido en un experto embalador de equipajes. Mira usted una maleta, y todos sus secretos (los de la maleta) le son revelados. Advierte cada rincón útil, cada recoveco donde situar un par de calcetines, cada esquina contra la que apretar un jersey... esto no requiere grandes dotes porque las maletas suelen presentar bordes regulares, pero todo sea en pro de la literatura. Usted escruta la maleta, que ya son ganas de escrutar también, pero lo hace deseoso de mostrarle enseguida quién es el que manda. Y mediante las consabidas dobleces, torsiones, pliegues, apretujones y demás maniobras que me río yo del karate, consigue embutir la maleta hasta arriba de prendas que usted piensa que resultarán imprescindibles para una estancia agradable en dondequiera que usted vaya. Usted piensa. En ese pequeño matiz cabe una colección de horas lamentándose por no haber traído un jersey más grueso, por haber olvidado unas sandalias, por incluir doce pares de calcetines para tan solo cuatro días... ¿en qué estaría usted pensando?

En la realidad la maleta es la prolongación de uno mismo, de su personalidad, de su estupidez congénita o de su arrogancia, facundia, timidez y complejos. Es posible hacer un perfecto diagnóstico psicológico de un ser humano tan solo examinando una maleta recién hecha por el sujeto. De hecho, resulta mucho menos tedioso que tumbarlo en un diván para que enumere estupideces sobre su infancia, sus sueños o sus temores. Todo está en la maleta. Imagínense la maleta de un hipocondríaco, atiborrada de libretitas con instrucciones y apuntes, rebosante de mapas. El neceser reventando de frascos, blísters, cremas y pomadas. O la del seguro de sí mismo, con solo un par de mudas y un paquete de profilácticos. Somos seres tan infinitamente predecibles y determinados que dejamos nuestro sello como los caracoles las babas en el suelo: sin querer.

La sabiduría popular (que suele tener bastante más de lo segundo que de lo primero) asevera que es mucho más arduo deshacer las maletas que hacerlas. En realidad, la dificultad es practicamente la misma, lo que ocurre es que tras un viaje uno suele llegar cansado y maldita la gana que tiene de encargarse del equipaje. Lo natural es que la valija permanezca un par de días en el recibidor, como anunciando el regreso de su dueño. La duración de esta fase es inversamente proporcional a la edad del sujeto en cuestión. Hay adolescentes a los que ya no le servían las prendas cuando por fin las amenazas a su integridad física los persuadieron de deshacer el equipaje.

También está el factor sentimental. Al fin y al cabo, es cuando todos los enseres vuelven a ocupar su sitio y todas las prendas regresan al armario cuando ser rompe el vínculo con el viaje realizado y la vida recupera su monotonía característica y salvífica. Cuando la maleta se convierte otra vez en un cachivache inútil que hay que procurar arrumbarla donde menos estorbe. Y por último está el tema de los que arrancan inmediatamente las pegatinas aeroportuarias y los otros que prefieren dejárselas pegadas a las asas, una especie de superstición o manía. Imposible que no tenga también su explicación psicológica.

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