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Madrid, Madrid, Madrid

A quienes sentimos una cierta aversión por las banderas, Madrid nos provoca angustia. En cierto modo funciona como un ascensor para los claustrofóbicos o un payaso para los que sufren de coulrofobia, que es un síndrome terrible porque te roba una parte importante de la infancia y te hace parecer un idiota a partir de los dieciocho años. Cierto es que yo no he viajado mucho pero tampoco conozco otra ciudad con tanto paño en las ventanas, los balcones, las terrazas, los tejados, los parques, las plazas, los monumentos… En Madrid hay banderas hasta debajo de las piedras, y lo sé porque en más de una ocasión he accedido a moverme por sus entrañas en ese transporte diabólico que llaman metro.

Ni que decir tiene que cuando uno habla de ingesta banderil en Madrid se refiere a la rojigualda, a la bandera nacional, a la bandera de España. De las otras no se ven demasiadas salvo en los quintos de Mahon, la cerveza madrileña por excelencia, que ha reciclado el paño oficial de la comunidad como su principal reclamo publicitario. Es una jugada maestra se mire por donde se mire: se acerca uno a la Cibeles, a la Plaza del Sol o al Palacio Real y en cuanto ve la bandera de Madrid ondeando al viento siente unas ganas irrefrenables de zumbarse dos o tres botellines, habitualmente de Mahon aunque nuestra Estrella Galicia le está pegando una dentellada al mercado que ríanse ustedes de Google o Amazon. Pero como iba diciendo, la bandera que inunda las calles de Madrid como una especie invasora es la nacional. "Es la bandera de todos, por eso tiene que estar en todas partes", me dice una señora que pasea un caniche por la Carrera de San Jerónimo. Bueno, bien… Habrá que creerla.

Existe un madrileño de base al que uno no puede mencionarle el nacionalismo ni siquiera como concepto. Usted se acerca a ellos y le dice: "nacionalismo", así sin más. Y entonces empieza el pollo a bracear, a soltar espumarajos por la boca y bombardear las vascongadas desde la distancia, con los ojos inyectados en sangre. Es un madrileño, para que todos nos entendamos, que diferencia entre patriotismo y nacionalismo del mismo modo que diferencia las porras de los churros: por el tamaño. Uno debe ser patriota porque así lo exige el manual del buen español, que para el caso viene a ser un madrileño con abono para la Feria de San Isidro, palco en el Santiago Bernabéu y plaza de garaje en el Barrio de Salamanca. "¡Pero eso es muy restrictivo!", pensará usted. "No puede haber más de treinta o cincuenta mil madrileños que se ajusten a esos parámetros", insistirá. Y, efectivamente, tiene usted razón. Pero en Madrid rige una norma que resuelve tal incongruencia de un plumazo, atienda bien: "uno es lo que dice ser, no lo que en realidad es".  

Llegados a este punto, y antes de que alguien pueda tacharme de madrileñófobo (término que todavía no contempla el diccionario por no alentar a las masas), les dirá que yo soy un enamorado de Madrid, de una gran parte de sus gentes y hasta de alguna que otra dirigente con demasiados pájaros en la cabeza y sonrisa de faraona, que es el tipo de mujer que más me atrae en esta recién estrenada fase de decadencia. Isabel Díaz Ayuso es como Nerón pero en mocita madrileña: atractiva por peligrosa, de corte clásico y demencial, muy votable en caso de que uno estuviese censado en Chueca o Chamberí. Su forma de hacer política me provoca un terror incontrolable y al mismo tiempo hipnótico, como la visión de una niña pequeña jugando con cerillas, pero tiene algo de liberal inconsciente que por fuerza atrae a los que vamos por la vida pensando que nada malo nos puede pasar.

Esta nevada histórica del pasado fin de semana ha servido para poner de relieve los defectos y virtudes de un pueblo que se parece a su presidenta más de lo que, prácticamente la mitad de su conjunto, estaría dispuesto a reconocer. Ante las desgracias, y a falta de medios o políticas de choque, sacan a relucir su cara más divertida, más afable, más humana. España entera se preocupa por lo que pueda pasar con esa pobre gente, alertada por los informativos y un miedo ancestral a las catástrofes climáticas, y ellos se lanzan a la calle para bailar la conga, esquiar por la Castellana, pasear disfrazados de dinosaurios, construir iglús o darse una vuelta en trineo de tiro por las afueras. Si París era un fiesta, como aseguraba Hemingway, Madrid es una bacanal como no hay otra igual en el mundo, un auténtico despelote, se ponga la Generación Perdida como se ponga.

Xosé Hermida, que no debería necesitar ni de presentación, suele decir que "en Madrid no hay ni buenas patatas ni humildad". Y tiene razón, como siempre. Lo primero se echa mucho en falta cuando uno atraviesa el Padornelo, pero lo segundo ni siquiera se les puede achacar como defecto pues tienen la extraña capacidad de convertirlo en virtud, como esos perros de exposición que ven el charco de barro y olvidan su principal cometido. Les sobran banderas, es cierto. Y también algún que otro club en Primera y Segunda División. Pero son tan humanos, tan fallidos en el intento de construir una identidad colectiva, que uno no puede menos que sentirse madrileño en cuanto pone un pie en Malasaña, por nombrar algún barrio conocido por su ambiente nocturno. A veces pienso que por eso cuelgan tanto trapo de las paredes: para poder salir a la calle sin entretenerse en explicaciones y poder así centrarse en lo verdaderamente importante, que es vivir como madrileños por si la muerte te alcanza como español.

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