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Comer tres veces

Sanchez e Iglesias, juntos, durante la firma del acuerdo de presupuestos en Moncloa. EFE
photo_camera Sanchez e Iglesias, juntos, durante la firma del acuerdo de presupuestos en Moncloa. EFE

Orson Welles, al que gustaba España tanto que sus cenizas reposan en Ronda, contó al multimillonario Hearst la visita que hizo a Manolete. Manolete le preguntó quién era el peor enemigo del torero; el toro, respondió; no, Orson, el toro es el adversario, el peor enemigo del torero es el miedo.

Hearst, que amaba a los animales con la misma intensidad con que odiaba a los hombres, miró con repugnancia a Orson: el toreo es un asqueroso espectáculo de crueldad; Orson dejó pasar unos interminables segundos: puede, pero en España al toro se le ofrece la posibilidad de defenderse y acabar con su antagonista, algo imposible para los animales que usted tiene enjaulados.

Enemigos irreconciliables, Hearst intentó que Ciudadano Kane no se estrenase, porque iba de él y de sus miserias: Rosebud, por ejemplo, no era el nombre del trineo, sino el apelativo cariñoso para la entrepierna de su compañera. Finalmente "Ciudadano" se estrenó en una suerte de homenaje al odio mutuo Hearst-Welles.

En una inquina similar se cortejan Sánchez e Iglesias. El peor enemigo de Sánchez no es Casado, ni Rivera ni Vox; Casado, Rivera y Vox son sus antagonistas. El peor enemigo de Sánchez es el miedo, ese que le inspira Iglesias. Porque Iglesias, consciente de que jamás gobernará, juega con Doctor Pedro como lo haría el gato con el ratón. Pablo se sabe efímero. Podemos es mero prêt a pòrter y nada envejece más rápido que la moda. Aprovecha pues su momento Iglesias aunque su episódica gloria no resista un análisis serio: Su discurso descamisado queda contradicho con su chalet, sus alegatos anti industria armamentística con un bufido de Kichi y su patriotismo, más falso que el bronceado de Leticia Sabater, con su comprensión buenista y cuasi freudiana del independentismo más radical. Por saberse efímero y procastinado a la insustancialidad, Iglesias trata de aprovechar ese interino paso por la política al modo en que lo haría el terminal desahuciado con sus últimos días de vida, disfrutando a tope y epatando todo lo posible.

Se trata de acreditarse como el referente único de un eurocomunismo formalmente amable capaz de convertir a Carpanta en Mario Conde, de sostener que en Venezuela se come tres veces y de darle una patada hacia arriba a Alberto Garzón para deshacerse de él. Iglesias no gobierna, pero condiciona el gobierno y al gobierno; ni tiene potestas, pero ejerce su auctoritas implacablemente. Conspirador como el Frank Anderwood de House of Cards, Pablo disfruta de su condena, el fatal designio de su yerma esterilidad presidencial: jamás será cabecera de un consejo de ministros. Y como el pobre que sabe que lo único que no puede permitirse es la pereza, Iglesias busca su clímax político en una hiperactividad mediática que de Lledoners le lleva Ajuria Enea y de ahí a la telefonía con Puigdemont. Con moño y vestido largo podría remedar Iglesias a Concepción Arenal, la visitadora de presos. A ella recuerdan esos bises que muestran una tan extraordinaria labilidad política como infructuosos resultados prácticos.

Iglesias nada sabiendo que jamás alcanzará la orilla, pero un demiurgo narcisista le impele a exhibirse porque necesita alimentar su ego como el heroinómano sus venas. Culturista de la demagogia, formatea con el sofisma su seña de identidad. O sea, te apoyo, Pedro, pero al mismo tiempo critico a esa ministra tuya que se hacía un Villarejo, la del "Marlaska maricón". El gato y el ratón. Sánchez considera a Iglesias un usurpador ideológico aunque calladamente admira su brillantez dialéctica, pero es incapaz de disimular el pavor que le causa ese hurto protagónico como adalid de la izquierda del podemita. Iglesias no disimula: reputa a Sánchez un ser intelectualmente inferior que gobierna gracias a él un país que no valora su talento político. Y como Sánchez le teme, es ese miedo el que condiciona no solo sus decisiones, sino su futuro.

De aparcar su miedo a Iglesias y escuchar más a los veteranos del partido, incluso podría Sánchez llegar a ser un presidente pasable. Pero, acomplejado, hiperventila su terror autosugestionándose con un mantra: yo soy la izquierda. Esa aliteración, piensa ingenuamente, conjura el birle de la siniestra. Un planificado pero ambiguo equilibrio del que el electorado, a lo mejor, no extrae las mismas conclusiones que Sánchez prevé.

En tanto, Iglesias hipnotiza al roedor con sus contoneos hasta que lo mata inoculándole su ponzoña. Pónganle nombre al ratón. En esta olimpiada por obtener la plusmarca de sumo sacerdote de la izquierda vale eliminar extemporáneamente un impuesto, criticar al Supremo o airear un peculiar magnicidio -anunciado en un chat- que jamás se ejecutaría porque tampoco Oswald pregonó con el megáfono los tiros con que le voló los sesos a Kennedy.

Y en este zoo solo Urkullu, el único político valioso porque elude inteligentemente a la prensa mientras se lleva la pasta, se atreve a mirar a Iglesias como usted a un marciano que pasease por la Herrería mientras se pregunta dónde carallo dejó aparcado el platillo volante. Sánchez donó sangre el otro día. También Valle-Inclán. Pachucho, a don Ramón se le ofrecieron como donantes un montón de admiradores que pretendían ser escritores y que él iba descartando, uno a uno, por su nula calidad literaria: "¿Ese? Ese no, que tiene la sangre llena de gerundios". Sánchez donó. Pero de necesitar sangre y ofrecérsela Iglesias, a buen seguro diría "¿Ese? Ese no, que tiene la sangre llena de bescansas".

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