Opinión

La casa de los 3.000 discos

Ayer estaba en casa y eran sobre las ocho de la tarde cuando terminé de trabajar y abrí por curiosidad una sesión llamada Bob Dylan Radio en Spotify. La gramola del siglo XXI. Seleccionando canciones muy del estilo folk americano de pronto me encontré con Graceland de Paul Simon. Escuché la canción durante unos segundos y me llevó al disco entero. Fué entonces, al escuchar el disco completo en el ordenador, cuando vino a mi mente el disco en formato físico, en CD-ROM. De repente me visualicé a mi mismo hace años en mi casa familiar escuchando el mismo disco, colocándolo en el tocadiscos y degustando cada canción. Un disco muy étnico, sorprendente por su mestizaje, repleto de nuevos instrumentos y sonoridades africanas. Fresco, positivo, rítmico. Con esa voz de adolescencia pura y sincera de Paul Simon. La siguiente visión fué la estantería del salón de mi casa familiar plagada de discos. En esa casa donde crecí, era, es y sigue siendo una farmacia de las emociones, un jardín musical donde hay una gigantesca estantería plagada de discos distribuidos en varias filas y colores. Hay de todo. Entonces pensé que algo se perdió en este tiempo. Ya no escuchamos discos. Escuchamos canciones. Es lo mismo que decir, ya no leemos libros. Leemos frases, párrafos, estrofas. No nos deleitamos con una obra completa que tiene un sentido y hablo del disco en CD en si. Tiene su portada. Lo abres y ves sus canciones, sus letras, el brillo arcoriris de los destellos láser, lo colocas cuidadosamente sobre el equipo de música y pulsas para que el disco entre, comience a rodar y suene la primera canción. Que melancolía. Que dulzura de tiempos cuando la música te salvaba de cualquier hundimiento, guerra o desastre planetario internacional o huracán interior en las tardes lluviosas del otoño mientras el agua caía intempestivamente en la calle, era octubre y se hacía la noche fría a las siete de la tarde y allí estaba la estantería con todos los discos para descubrir y refugiarte en cualquiera de sus canciones. Allí estaban Duke Ellintong, Chet Baker, Charlie Parker, Lois Amstrong, Ella Fitzgerald, Nina Simone, Miles Davis, Van Morrison, Bob Dylan, Dire Straits, Rolling Stones, Bach, Mozart, Elton John, Joe Cocker, The Beatles, U2, Lou Reed, Buffalo Springfield, Yes, Traffic, Janis Joplin, Bob Marley, Jimy Hendrix, Génesis, Zucchero, Batiatto, Pink Floyd, Alan Parson Project, Mike Oldfield, Cream, Led Zepellin, John Lennon, Eric Clapton, B.B. King, John Lee Hooker, Elvis, Roy Orbison, Counting Crows, REM, Deep Purple, Queen, Neil Young, Cat Stevens, The Pretenders, Tom Petty y así hasta que un día los conté uno a uno con paciencia llegando a sumar 3.000 discos. 3.000 discos, uno para cada emoción, uno para cada día. ¿Y quién juntó semejante colección de música durante décadas? César Augusto Vigo, mi tío, cuyas grandes pasiones siempre fueron los viajes y la música. Siempre traía a casa un disco nuevo, lo último que algún músico acababa de publicar. Siempre de calidad. Comprado. Para tener. Como riqueza. Y ahora que sigo escuchando la música por Spotify tengo ganas de ir a casa y dedicar alguna tarde a colocar discos. Hacerlos girar. Escucharlos. La música rompe con el espacio y el tiempo. Materia invisible donde se tejen los sueños. La mayor demostración de la trascendencia del espíritu. Para conocer la inmortalidad no hace falta creer en un Dios. Basta con creer en la música.