Opinión

Las castañas de la Plaza de la Herrería

El maquinista coloca las castañas sobre la bandeja y las introduce en el tren. Las acaricia con delicadeza, como el padre que viste a un bebé y las envuelve con dulzura sobre el papel construyendo un cono, mientras una hilera de gente espera con manos de mendigo los frutos nuevos de la estación roja

SABEMOS QUE el otoño comienza cuando llega el tren a la plaza de la Herrería en una antigua locomotora propulsada por carbón a fuego lento para asar las castañas. Castañas, esas pequeñas joyas color caoba, seleccionadas con mimo entre la húmeda hierba del Lago Castiñeiras. En la locomotora arden las brasas que inundan la plaza de niebla, una bruma inexorable, como el aire en los cuadros de Turner. Sus llamas escupen chispas anaranjadas que revolotean como meteoritos luminosos en la gravedad del tiempo.

El maquinista coloca las castañas sobre la bandeja y las introduce en el tren. Las acaricia con delicadeza, como el padre que viste a un bebé y las envuelve con dulzura sobre el papel construyendo un cono, mientras una hilera de gente espera con manos de mendigo los frutos nuevos de la estación roja. Oficio transmitido de generación en generación, el tren de las castañas de la Plaza de la Herrería es un icono de la ciudad de Pontevedra que durante los meses otoñales sirve de lareira popular alrededor de la cual se juntan peatones, ancianos, parejas, familias, palomas, perros y niños, que observan con los ojos hipnotizados la danza del vientre de las llamas. A veces, el cielo se convierte en una bóveda de plomo rellena por unas nubes grises cargadas de agua. Cuando un pájaro choca contra ellas las desinfla con su pico y explotan como un globo. Entonces, caen unas gotas de agua cristalina sobre las cabezas de las señoras que salen del Savoy o van al Carabela y abren sus paraguas rápidamente como abanicos japoneses. El olor a castañas nos atrae porque huele a madera quemada, a chimenea, a refugio, a hogar, a seguridad, a infancia. El sabor de las castañas lo llevamos impreso en los genes. Siglos de castañas han servido en Galicia para acompañar cualquier plato hasta que descubrieron la patata en América y ahora es la patata la reina del mantel y la castaña la bohemia de la cocina. La outsider gastronómica. Cuando llega el fresco, pasear por la Herrería y contemplar el cuadro de la plaza, donde el olor de las castañas se mezcla con el aire nebuloso del otoño es un ejercicio de nostalgia muy similar a escuchar la música del piano en casa mientras llueve tras el cristal de la ventana. Cuando te obsequien una castaña ardiente y la pases de mano en mano hasta que se temple, recuerda que al abrirla, en su interior, se alberga todo el olor de una estación. Quizás la sabiduría sea esto. Sorprenderse por los pequeños detalles que los días aparentemente anodinos esconden como tesoros que hay que redescubrir. Iré a por unas castañas esta tarde, para que el papel caliente mis manos frías mientras inspiro el aire del otoño, el oxígeno del mundo.

Si me ves, te regalo una.

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