Opinión

Luz de luna en Liméns

ENTRE montañas color esmeralda y acantilados de cristal existe un paraíso donde el tiempo se detiene y se mece al vaivén de una brisa mineral. Esa brisa es el aliento del verano que nos habla en un susurro delicado y nos besa en la mejilla con su aire cálido, perfumado de mil flores y fragancias. Cuando se abre el telón del mundo, el amanecer, comienzan a cantar los pájaros risueños sobre las ramas de los limoneros y las copas de las higueras. Hay que pisar la hierba del alba, fresca y húmeda, con los pies desnudos. Sentir las raíces del cuerpo conectar con la tierra original. El ser humano es un árbol que habla y camina, aunque haría mejor permaneciendo más tiempo en quietud y silencio como nuestros amigos de madera, que purifican el aire con sus hojas y brazos elevados, esas ramas que regalan frutas rebosantes de zumo y vida, dejándolas caer delicadamente en cada estación. Y más allá, en la línea del horizonte, donde la arena y el agua se funden en destellos de plata, el mar se despierta del letargo y comienza a moverse lentamente, mientras suben y bajan las olas en la orilla de la playa, ese desfiladero de arena y espuma, pan rallado de oro, harina blanca calentada por la antorcha del mediodía. La luz modifica los colores a su antojo como un caleidoscopio. Es la naturaleza, madre pintora, que moldea el aire con su brocha y cambia formas, tonos, matices, volviéndolos vivos e intensos, mientras el gallo entona su ópera desde la huerta de algún sendero para darle la bienvenida al sol. Entrar en la ría, sumergirse en el océano, como un bautismo. Liturgia que lava y limpia el alma, zambullida purificadora del ser. Pasear por la orilla, coleccionando piedras preciosas, joyas, tesoros que el planeta nos ofrece, dejando volar los pensamientos mientras se los lleva el viento de agosto hacia otras latitudes y se deshacen como hojas de papel quemadas en la atmósfera de la trivialidad, vaciando la mente, abriendo la puerta del espíritu a las sensaciones puras. Comer, bajo la sombra de un olivo homérico como Ulises en Ítaca. Dormir una siesta de dos horas mientras los grillos cantan góspel en coro entre los arbustos del jardín, para que el cuerpo renazca y resucite como un Lázaro tras un plácido reposo. Y avanza la tarde como una acuarela y la playa se inunda de niños, pelotas, cometas, hinchables, sombrillas, toallas, flotadores. Lo mejillones se agarran a las rocas y hay quien procura buena pesca persiguiendo algún cangrejo que huye despavorido entre los túneles de arena donde las algas verdes se vuelven luminosas en la noche. Y el sol se va escondiendo tras el umbral del cosmos, la playa se vacía y la luna redonda, ojo cósmico, agujero donde se cuela la luz blanca de la eternidad, se eleva poderosa y para siempre, sobre la superficie del mundo, mientras la leña quemada forma las brasas de los asados y las verduras a fuego lento y el humo del amor se esparce sobre las chimeneas de las casas y los campos, donde habitan los sueños en las noches de verano en Liméns.

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