Opinión

Versos desde el Huracán

EN LAS inmediaciones de la Catedral de la Habana se encuentra la Bodeguita del Medio, templo de los mojitos y la canción guajira. Caminábamos en esa dirección por las calles empedradas de la ciudad vieja con el objetivo de paladear el dulce sabor de Cuba. Antes de salir del hotel nos habían advertido de la inminente llegada del huracán Lily a la isla. El huracán estaba a punto de entrar directamente en tierra. Un gigantesco remolino de viento y lluvia que previsiblemente azotaría la costa y el interior por Pinar del Río, en el sur, aunque sus consecuencias se dejarían ver también en el norte. Salimos de la recepción del hotel mirando al cielo. No observé más que nubes grises y un intenso calor. Siendo gallego se está acostumbrado a las lluvias torrenciales y a los implacables vendavales en los inviernos míticos, así que confiados en el destino y con la determinación de no desaprovechar un día de viaje sentados en el sofá del Hotel Meliá, cuartel general de la Revolución en su tiempo, solicitamos un taxi y emprendimos el camino. El taxi era un Chevrolet azul, años 50, con asientos color vainilla. Su interior olía a libro antiguo y a chimenea. Cruzamos el Malecón mientras en la radio sonaba «Canten», de Polo Montañez. Polo era un cantautor cubano de origen campesino, un guajiro como allí les llaman. Congregaba a millones de personas en sus conciertos. Más que Silvio Rodrí- guez o Fidel Castro en la Plaza de la Revolución. Falleció poco tiempo después, trágicamente, en un accidente de tráfico. Mientras el taxista me hablaba de la inminencia del huracán yo observaba atentamente como el mar salpicaba las aceras y la carretera con su vaivén de olas encrespadas que llenaban el aire de sal y espuma. Ya en la ciudad vieja nos encaminamos hacia la catedral. Una vez dentro observé como llegaban innumerables familias con reproducciones de sus casas en miniatura, hechas con papel, madera y barro. En esas reproducciones también estaban ellos mismos.

Los abuelos, las madres y los niños en pequeñito, debajo de cada casita diminuta.

La gente las depositaba al pie de la Virgen dejando notitas escritas en puño y letra donde se podía leer: "Por favor, proteja mi casa y mis hijos del viento". En el exterior estaba lloviendo. Llovía intensamente. Un fuerte aguacero que me recordaba a las tormentas del invierno en la costa gallega, aunque las tormentas en Cuba son diferentes. Una mezcla de agua cálida que sabe a azúcar y caramelo. En Cuba cuando llueve la gente saca las guitarras, las maracas, los tambores y sale a bailar a la calle cantando para empaparse bien del regalo que es la vida. Cuando observamos que la lluvia concedía una tregua y unos rayos de sol dorados e imponentes comenzaron a filtrase entre las nubes reflectando mil destellos sobre el cristal de las aguas en los charcos nos dirigimos a la Bodeguita del Medio entre la luz y el olor a tierra mojada. De pronto, con un enorme sombrero blanco, camisa blanca y sentado sobre una silla tecleando una antigua Olivetti apareció Osvaldo, el poeta. Osvaldo escribía en la calle y ofrecía sus versos a quien pasara por allí. Le bastaba contemplarte para adivinar tu psicología. Con un solo acento localizaba tu procedencia. Con un gesto tuyo comprendía la naturaleza del corazón. Osvaldo me contó que trabajaba escribiendo versos en la calle, "porque es en la calle donde está la poesía". Nunca había estado en España pero quería escribir la geografía de Andalucía en verso. Era un hombre amable y sonriente, con la vida por fuera. Sin cadenas, sin amarres. Allí estaba en mitad de la avenida sentado en una silla entre la gente delante de su máquina de escribir, tecleando su hermosa Olivetti. Cuando leí el verso que me ofreció me quedé impresionado por la lectura. No solo por la calidad lírica, su rica variedad en metáforas o la belleza en los adjetivos, sino porque parecía conocerte de toda la vida. Cuando le pregunté cuanto costaba, cuanto le debía, comentó: "El arte no tiene precio. El precio lo pone usted". Cuando el huracán entró en la isla Osvaldo había agarrado su máquina de escribir y salió de casa apresuradamente.

Se sentó en mitad de la calle y mientras llovía comenzó a escribir, solo, en mitad del vendaval. Con sus versos detuvo el temporal y las aguas. Con sus metáforas abrió las nubes para que entrara el sol. Esa Olivetti evitó que miles de hogares se los llevara el viento.

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