Opinión

La Ética pública

La Ética pública, en una primera aproximación, estudia el comportamiento de los funcionarios, del personal al servicio de la Administración pública, en orden a la finalidad del servicio público que le es inherente. Es la Ciencia que trata de la moralidad de los actos humanos en cuanto realizados por funcionarios públicos, por personas que trabajan al servicio del sector público.

La Ética pública es, como la Ética en si misma, una ciencia práctica. Es ciencia porque el estudio de la Ética para la Administración pública incluye principios generales y universales sobre la moralidad de los actos humanos realizados por el funcionario público o del gestor público. Y es práctica porque se ocupa fundamentalmente de la conducta libre del ser humano que desempeña una función pública, proporcionándole las normas y criterios necesarios para actuar bien, adecuadamente, según los dictados de la recta razón aplicados sobre el servicio público.

La idea de servicio a la colectividad, a la sociedad en definitiva, es el eje central de la ética pública, como lo es la conservación y promoción del bien común. Esta idea de servicio al público, a los ciudadanos, es el fundamento constitucional de la Administración y debe conectarse con una Administración Pública que presta servicios de calidad y que defiende, protege y promueve el ejercicio de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Una Administración que se mueva en esta doble perspectiva, debe ser una Administración compuesta por personas convencidas de que la calidad de los servicios que se ofertan tiene mucho que ver con el trabajo bien terminado y de que es necesario satisfacer los intereses legítimos de los ciudadanos en los múltiples expedientes que hay que resolver. Contribuir a la Administración moderna que demanda el Estado Social y democrático significa, en última instancia, asumir el protagonismo de sentirse responsables, en función de la posición que se ocupe en el engranaje administrativo, de sacar adelante los intereses colectivos.

En un Estado Social y Democrático de Derecho, la Administración ya no es dueña del interés público sino que está llamada a articular una adecuada intercomunicación con los agentes sociales para definir las políticas públicas. Desde esta perspectiva puede entenderse mejor la función promocional de los poderes públicos, cuya misión es crear un ambiente en el que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos fundamentales y colaborar con la propia Administración en la gestión de los intereses públicos. En este contexto, pienso que estaremos más cerca de un aparato público que oferte servicios de calidad y que promocione los derechos fundamentales de los ciudadanos.

La ética pública, como bien sabemos, se mueve en la frontera entre la Ley y el Derecho. La Ética hace referencia a valores objetivos que trascienden a la persona y que hacen referencia al comportamiento de los individuos. Es más, la Ética supone la existencia de unos valores que van más allá del Derecho y que, a la vez, le sirven de base o de presupuesto, pues sin ética no hay justicia y sin justicia no hay Derecho. Ahora bien, a los funcionarios y a los ciudadanos les conviene que estén tipificadas las faltas de servicio y que se distingan de las faltas personales porque, no todo en la función pública puede reducirse a derechos. Por eso es importante delimitar los ámbitos respectivos del Derecho y de la Ética, aunque, eso sí, no pueden ser compartimentos estancos. En el mundo del Derecho existen toda una serie de principios entre los que los derechos fundamentales no son los menos importantes, que han permitido, o deben permitir, que el Ordenamiento jurídico discurra siempre por una senda de profundo respeto al hombre. Por ejemplo, el derecho, y principio, de la buena administración tiene hoy tal centralidad que bien puede decirse que su conculcación o lesión tiene verdaderos efectos jurídicos.

El Derecho es insuficiente para cubrir toda la actuación del funcionario, de las personas al servicio de las Administraciones públicas, y para remediar los perjuicios de lo que no es conforme a los cánones de la buena administración, sobre todo en un contexto de creciente complejidad en el que la eficacia debe estar integrada en la legalidad, es menester preservar y realizar los valores del servicio público. De ahí la cada vez más evidente necesidad de una ética pública que se configure como una ética de máximos, fundada en principios o declaraciones universales que deben servir de guía para la reflexión, la comprensión moral y la actuación pública, en contraposición a una ética de mínimos basada en la mera formulación negativa de lo que no se puede hacer.

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