Opinión

El principio de legalidad

En el preámbulo constitucional se señalan la justicia, la libertad y la seguridad como los tres valores constitucionales más importantes. En la idea de justicia late la convicción de que hay algo debido al hombre, a cada hombre. Por encima de consideraciones sociológicas o históricas, más allá de valoraciones económicas o de utilidad, el ser humano se yergue ante el Estado, ante cualquier poder, con un carácter que me atrevo a calificar de absoluto: esta mujer, este hombre, son lo inviolable; el poder, la ley, el Estado democráticos, se derrumbarán si no fueren respetados. En la preeminencia de la libertad se está expresando la dignidad del hombre, constructor de su propia existencia personal
solidaria –digo solidaria porque creo que no es posible concebir la existencia personal de otra manera-. Y finalmente, la seguridad, como condición para un orden de justicia y para el desarrollo de la libertad, y que cuando se encuentra en equilibrio dinámico con ellas, produce el fruto apetecido de la paz.

El segundo de los principios señalados en el preámbulo constitucional, siguiendo una vieja tradición del primer constitucionalismo del siglo pasado –una tradición cargada de profundo significado-, es el principio de legalidad, la sumisión a la ley y al derecho. La ley es la expresión de la voluntad popular. La soberanía nacional se manifiesta a través de la ley. El principio de legalidad no significa otra cosa que respeto a la ley, respeto al proceso de su emanación democrática, y sometimiento a la ley, respeto a su mandato, que es el del pueblo. Y, además, sometimiento al Derecho, al Ordenamiento jurídico en
su conjunto.

En virtud del principio de legalidad, el Estado de Derecho sustituye definitivamente a un modo arbitrario de entender el poder. El ejercicio de los poderes públicos debe realizarse en virtud de habilitaciones legales. Todos, ciudadanos y poderes públicos, están sujetos –así lo explicita el artículo 9 de la Carta Magna- a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico.

No podía ser de otra manera si la justicia, la libertad y la paz son los principios supremos que deben impregnar y orientar nuestro ordenamiento jurídico y político. Respetar la ley, la ley democrática, emanada del pueblo y establecida para hacer realidad aquellos grandes principios, es respetar la dignidad de las personas, los derechos inviolables que les son inherentes, el libre desarrollo de sus existencias personales, y su condición social.

El Estado de Derecho, el principio de legalidad, el imperio de la ley como expresión de la voluntad general, deben, pues, enmarcarse en el contexto de otros principios superiores que le dan sentido, que le proporcionan su adecuado alcance constitucional. No hacerlo así supondría caer en una interpretación mecánica y ordenancista del sistema jurídico y político, privando a la ley de su
capacidad promotora de la dignidad del ciudadano. Y una ley que en su aplicación no respeta y promueve efectivamente la condición humana –en todas sus dimensiones- de cada ciudadano, o es inútil o es injusta. No es democrática, aunque formalmente tenga la fuerza para ser Ley. Si las leyes no defienden, protegen o promueven los derechos fundamentales, no merecen tal nombre. Así es
y así lo atestigua la historia que bien conocemos, y que millones de personas han sufrido. Hoy, el sometimiento pleno y completo del Poder a la Ley y al Derecho es, de nuevo, la garantía de nuestra libertad solidaria.