Opinión

Tirando del hilo

España es, ante todo, un país con peculiares diferencias regionales en donde convivimos generaciones de grupos de población que, a menudo, no tenemos en común más que el territorio sobre el que nos asentamos. A los españoles nos marca mucho la ciudad en la que nacemos, con un sentimiento de pertenencia muy arraigado. 

Aunque cada grupo tenemos desarrollado un temperamento y una personalidad propia, en conjunto adquirimos elementos de carácter colectivo que resultan de la socialización propia del contexto cultural y territorial en el que estamos sumidos y al que pertenecemos. Por lo tanto, puede afirmarse que existe una forma de ser español, con independencia del contexto político de nacionalidad o región. 

No hay mejor definición del español que la que aporta el catedrático de Historia Contemporánea, José Varela Ortega en su último libro España: Un relato de grandeza y odio (Edit. Espasa. Temática Historia). Los españoles somos individualistas enérgicos y sentimentales e indisciplinados; extrovertidos, sociables, espontáneos e imprevisibles. Es ese individualismo de naturaleza congénita, de religiosidad intolerante, de pertenencia al clan, del que dimanan los antiguos reinos de la Edad Media y hoy sus sustitutos, los nacionalismos. Presumimos de ser individualistas al tiempo que nos sometemos a las normas de conducta de la mayoría; solidarios, pero poco empáticos, incapaces de ponernos en el lugar de los demás. 

Los españoles somos el pueblo más solidario del mundo, pero hemos aprendido de nuestros gobernantes a lo largo de los dos últimos siglos, a ser egoístas, insolidarios con las causas e intereses de los nuestros y llenos de odio y rencor contra los que no piensan como nosotros, que es lo cotidiano. Nuestros gobernantes nos han tratado siempre como foráneos, sin contar con nosotros y, en muy pocas ocasiones como lo que somos: españoles con su propia cosmología y escala de valores. Nuestra participación en las decisiones políticas no es más que palabrería sin ningún efecto real. 
Ahora mismo estamos asistiendo impotentes e indignados a una lucha entre los partidos por alcanzar el poder para la apropiación ilegítima de las instituciones públicas y convertirlas en plataformas de destrucción del adversario. Entre el servicio y la gestión de los intereses comunes de los ciudadanos y la lucha por el poder, lo que importa es el poder. Es cuasiconstatable actualmente. No hay más prueba que escuchar a cada político. Los partidos políticos españoles no buscan soluciones sin pensar en sus intereses electorales, sino razones para la confrontación, enviándonos mensajes tácitos de que, el partido que en cada momento gobierne, según la oposición, será el causante de todos los males que padecemos los españoles, pasados, presentes y futuros, que endosará al próximo partido elegido en las urnas. 

Los españoles no somos iguales ni nos sentimos iguales ante la ley, dividiéndonos entre buenos y malos según seamos de izquierdas o de derechas o de derechas o de izquierdas. Y los que no somos ni de izquierdas ni de derechas somos doblemente malos

Por ello, los partidos tratan de definirse en torno a esa división que nos está llevando hoy a un período electoral casi permanente entre la derecha y la izquierda o entre la izquierda y la derecha, polarizando peligrosamente la ambigüedad ideológica que nos obliga a los españoles a tomar partido en ese debate, vaciándolo de cualquier reflexión y contenido mínimamente serio, convirtiéndolo en una burda trifulca política entre ellos. Luego cada parte hará suya los mismos argumentos: La idea de progreso. 

En consecuencia, los españoles no somos iguales ni nos sentimos iguales ante la ley, dividiéndonos entre buenos y malos según seamos de izquierdas o de derechas o de derechas o de izquierdas. Y los que no somos ni de izquierdas ni de derechas somos doblemente malos. 

Tenemos mucho miedo a los cambios. Ocurre en muchos ámbitos, pero en política se ve muy claro. La gente no cambia su voto a pesar de que el partido al que apoyan sea el más corrupto del mundo. Eso es malo para el país. En los demás países de nuestro entorno se cabrean con los políticos, los echan y cambian el voto sin grandes tragedias. 

Somos también irreflexivos –ya que ejercitar la razón es exigente y peligroso-, porque solemos repetir fórmulas sin razonar y compartir pensamientos que ni hemos meditado ni calculado; adictos a la propagación de bulos que proyectan la negatividad y la inseguridad de quien los difunde, llegando al paroxismo exagerado de los whatsapps con principios goebbelianos, que recurren a la agresión política –como nuestros partidos- y a hacer daño a los demás mediantes juicios y críticas no constructivas, regodeándose en la provocación a las personas que piensan diferente, ocasionando la angustia y el miedo y alterando los criterios de la gente o en el mejor de los casos, la pérdida de tiempo para los más responsables. 

El español cree que quedarse en casa está bien para ciertas celebraciones familiares y, en todo caso, ser casero se asocia a un proceso depresivo u otra enfermedad o a tener mala sombra si se rehúsa un ofrecimiento o invitación para salir, quedar en el bar o irse de fiesta o dar una vuelta. 

Esta extraversión es, ante todo, una filosofía de vida, sintetizada en el refrán A mal tiempo buena cara, que los españoles hemos adoptado para sí, que nos lleva a contradecirnos con el principio de individualidad, sometiendo nuestra naturaleza indócil a la disciplina y cumplimiento de las normas que ahora mismo, por razón el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaró el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el virus COVID-19, nos obliga a todos, con carácter imperativo, al confinamiento en nuestras casas para evitar el contagio. 

Previo el desorden y desconcierto de los dos primeros días y salvo algunos casos de rebeldía intransigente ante el principio de la autonomía del ¿Quién eres tú para decirme lo que yo tengo que hacer?, los españoles hemos promovido la solidaridad entre nosotros mismos, mostrando adhesión, fraternidad y educación ejemplar. Solidaridad con el personal sanitario y las fuerzas y cuerpos de la Seguridad del Estado que garantizan el funcionamiento de los servicios básicos, demostrando que somos capaces de combatir al unísono en esta guerra y que dejamos nuestro individualismo para cosas más triviales. Que somos un ejemplo de humildad y mansedumbre y que nosotros mismos, con nuestro ejemplo, nos educamos mutuamente en ser únicamente personas, sin apellidos de buenos o malos, sin puntos cardinales, sin mensajes disolventes, con muchas dosis de generosidad y de tolerancia política, asumiendo que la responsabilidad no es solo de los políticos. Más bien de todos nosotros, que hemos entendido en esta crisis el concepto de ciudadano, no solo como un individuo con derechos sino también con obligaciones.

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