Opinión

Paquirrín

Kiko Rivera, otrora Paquirrín, arrasa. Arrasa en las teles y acapara todas las audiencias, cautivadas tal vez por hartazgo de telediarios monográficos y especiales mortíferos, como si el coronavirus fuese lo único que mostrar de un país corroído por un sinfín de turbulencias. Como vía de escape para arrinconar las variopintas embestidas del baturrillo. Pero aun así cuesta entender el porqué del fenómeno que tiene a tanto chismoso engullido, regocijando de supuestas desventuras ajeno/privadas, que ni nos van ni nos vienen. En el supuesto de que no sea un montaje, lo que nunca puede descartarse conociendo al personal, que se enzarcen con razón o sin ella Paquirrín y la madre que lo alumbró, por la herencia o por el control de Cantora, o que el hijo trate de resarcirse echándole en cara todos las pestes y maldiciones, es de lamentar por quebranto de las sanas costumbres y la buena educación, pero que los ajenos a la gresca se embauquen carcomidos por el morbo rompe los moldes. Según los medidores de audiencia, en un momento dado veían el espacio que abrió el show pantojil cinco millones de adictos, que significaban el 56,8% de quienes en ese instante, en toda España, estaban delante del televisor. Y eso que hasta ahora no hay sangre, muy de agradecer.

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