Opinión

La mejor música

LOS MEJORES discos siempre son los que están por escuchar. Esta es la típica opinión del típico optimista, que no suscribo en absoluto, solo la menciono para ir llenando página. Lo cierto es que los mejores discos son los que escuchas durante tu adolescencia (entendiendo por tal una franja entre los quince y los -taitantos). En realidad es la única época de la vida en que uno escucha los discos: después, como mucho, los oyes. Los oyes como música de fondo, cuando ya tienes coche, o en casa mientras pretendes hacer cientos de cosas que sirvan de excusa para poner música de fondo.

La mejor música es aquella que tienes que conseguir a precio de oro (hablo de cuando se pagaba para conseguir música, en el siglo pasado) y era precio a precio de oro porque no tenías un chavo y lo que ahorrabas se iba en una cinta de cassette (algún día contaremos qué eran, para qué servían , como se manipulaban) o en un disco de vinilo (que han vuelto, como el Jason de Viernes 13, a un precio igual de terrorífico).

Además, los estilos musicales que te enganchan en tu adolescencia no te sueltan durante toda la vida. Si empiezas con el heavy metal, puede que con el tiempo te guste el rock & roll o incluso el pop (el jazz lo tiene más difícil) pero siempre te sacará una sonrisa un buen grupo de metal.

La música, tal como era concebida en un mundo medianamente civilizado pero que se estaba desmoronando con zancada de gigante, se termina el día que vas a comprar el último lanzamiento en vinilo de un viejo grupo que acaba de sacar un álbum totalmente prescindible. Y te plantas en la tienda y te dice una muchacha, sin mirarte siquiera a la cara, que esas cosas se dicen mirando de frente, por Dios que nada de vinilo, que solo lo han editado en cedé. Con gesto cansado, pero sobre todo derrotado, un gesto que está diciendo: muchacha que atiendes en la tienda de discos y ni miras a los clientes, ¿pero qué carallo es esto? Y te enredas en una conversación en la que la muchacha te acaba mirando como si tuviese delante a un bicho raro y te espeta que mejor harías comprando un reproductor digital.

Ahí se fue todo a la eme. Los cenutrios del negocio musical erraron despreciando el formato mp3 y más aún erraron vendiendo grabadoras digitales y luego el master de las obras (el cedé). Los consumidores de música a go-gó, las hordas juveniles de bolsillos agujereados, se dedicaron a sacar partido de la mina digital y pronto tuvieron los discos duros llenos de millones de archivos, no solo de sus grupos favoritos sino de todos los grupos cuyo nombre sabían escribir en una red peer to peer de internet, con el fin de escucharlos en la quinta o cuarta reencarnación, si se daban prisa con las audiciones.

La música dejó de importar cuando la tuvimos al alcance de un clic, toda cuanta quisiéramos y tanta como pudiésemos almacenar. Se acabó aquello de escuchar un elepé una y otra vez hasta aprender las canciones de memoria y terminar rayando el disco. Se acabó aquello de compartir la música, de prestarse discos, de grabar cintas. Ya no se hablaba de tener tal o cual album sino de haberse bajado tal o cual discografía.

La mejor música es la que te agarra por el cuello y no te suelta en unos días. La oyes en la banda sonora de una serie de televisión, como telón de fondo de cierta escena en un cine, en la megafonía minutos antes de un concierto en el que te has dejado una buena pasta, seleccionada por Youtube mientras oyes otra cosa en ese canal... y en medio de tanta información sonora, bombardeo de noticias políticas, canales de televisión en los que aparecen alienígenas con aspecto de seres humanos, esa canción te dice algo. Tal vez nadie más le está prestando atención, tal vez solo la estás escuchando tú. Es para ti. Esa es la mejor música.

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