Opinión

Volver al gimnasio

 

NO ESTÁ a alcance de cualquiera volver al gimnasio. Para empezar, es necesario haber estado alguna vez antes. Aunque fuese un solo día, el primero. Hay primeros días de gimnasio que valen por una vida entera yendo a él, de modo que ya no vuelves, convencido de que has cumplido hasta que tengas nietos. Hay primeros días de gimnasio que abren un mundo entero ante ti. Lo malo es que muchas veces lo hacen ante tus pies, y te caes dentro y te dan ganas de no regresar jamás. Y no regresas. Hay primeros días de gimnasio que te dices "lo sabía" mientras sudas como nunca habías imaginado que se pudiera sudar e intentas con todas tus fuerzas seguir las indicaciones del monitor y hacerlo todo de modo que nadie sospeche que es tu primera (y última) vez. Hay primeros días de gimnasio que están ahí, esperándote, en un recodo de la vida, como esperaba Jack el Destripador en una esquina de Londres, agazapado en la niebla. En esta metáfora la única niebla que hay es la que tenías en la sesera mientras decidías apuntarte al gimnasio.

El tiempo pasa y todo lo cura, cuando no lo pudre. Un día decides regresar al gimnasio. Un día cualquiera, así, a lo tonto. No te tomas la tensión ni te entregas a la guardia civil para que te hagan soplar, por favor. No llamas a un amigo para que te disuada: "He decidido anotarme otra vez en el gimnasio". Un amigo está para esas cosas, para evitarte disgustos y avisarte de los peligros. Al llegar, les dices que has perdido el carnet con cierto tono de arrepentimiento. Prometes buscarlo, volver la casa patas arriba, interrogar a todos tus familiares. Te aseguran que es innecesario mientras te miran con prevención. Apoquinas en metálico la cuota correspondiente y estampas tu firma en un instante que debería estar subrayado por un súbito silencio y la paulatina entrada de un tema musical extraído de El exorcista, pero sólo se oye el ruido corriente del trajín del gimnasio a esas horas. La empleada que recoge tu rendición sin condiciones se extraña durante un segundo de que tragues saliva mientras le tiendes el papel. Aún te queda algo de sentidiño. Ese minúsculo gesto da a entender que aún existen algunas neuroras dispuestas a presentar batalla. Sin embargo, al día siguiente estás allí con la bolsa de deportes, dispuesto a consumar la tentativa.

Te metes en el vestuario como un conejo en su madriguera. Buscas una taquilla, sacas tus cosas de la bolsa. Los mil olores del gimnasio se apelotonan en tu olfato y te sobresaltan. Te dices que tal vez no sean mil, sino solo media docena. Te sacudes el pensamiento de los olores, te enfundas la ropa intentando no romperla y bajas a la sala de torturas. La mayoría de los gimnasios tienen las salas en una planta inferior, en clara analogía con el infierno. En este sentido, hay que alabar la honestidad de los arquitectos.

Como ya no es el primer día, cuyas terribles experiencias quedaron semiborradas por la acción misericordiosa de la memoria o los incipientes rasgos del alzheimer, la persona que vuelve al gimnasio tiene unos segundos, mientras accede a la sala, de insensato optimismo. Se ve vestido de atleta, gordo, pero atleta, con las energías intactas y una hora por delante para demostrarse asimismo que... ¿quién rayos sabe qué quiere demostrarse a sí mismo alguien que vuelve al gimnasio?

Lo cierto es que los padecimientos antiguos se reproducen con mayor ensañamiento. Los dolores, la insoportable idea de estar haciéndolo todo al revés, la certeza de que te están observando de soslayo, es decir, de que están contemplando furtivamente como haces el ridículo; el sudor como las catartas del Niágara, los golpes torpes contra los aparatos, la consola de mandos de la cinta andadora que no hay cristiano que la entienda; todo, todo, vuelve a suceder en una versión corregida y aumentada de la antigua pesadilla. Solo que ahora, con unos años por encima, deja mucha mayor secuela. Cuando regresas al vestuariario, lo que queda de ti es una piltrafa que bien podía haber atravesado el umbral por debajo de la puerta. A rastras.

La ducha te ayuda a borrar esos pensamientos de que eres un bobo integral y para cuando sales a la luz del día crees haber consumado una especie de hazaña. Mañana Dios dirá.

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