Opinión

Las tardes del Ritz

LLEVABA CUATRO años viviendo en Madrid cuando entré en el hotel Ritz por primera vez. Había pasado decenas, quizá cientos de veces ante el edificio suntuoso del paseo del Prado, pero nunca me atrevía a traspasar aquella puerta y entrar en un territorio que tenía mucho de mito.

La marca Ritz hace evocar novelas de espías, viajes de millonarios, intrigas diplomáticas, abrigos de pieles, autos con chófer y maletas de Louis Vuitton. Yo veía el jardín del Ritz desde la calle, intentaba echar un vistazo fugaz al vestíbulo fastuoso a través de la puerta giratoria, miraba los coches que se detenían y al portero de librea, y en mi cabeza sonaba el cuplé que cantaba mi abuela sobre tés danzantes en aquel hotel en el que no osaba entrar, aunque habría dado cualquier cosa por hacerlo.

Entonces no me paraba a pensar que los establecimientos lujosos no son terreno vedado, y que el más suntuoso de los hoteles recibe sin mayores problemas a cualquiera que esté dispuesto a pagar diez euros por un café y la oportunidad de hundirse en un sillón de terciopelo mientras un camarero impecable sirve la mesa fingiendo no fijarse en las zapatillas deportivas y los vaqueros gastados.

Una vez hice un reportaje sobre el Ritz. Pude visitar las cocinas y me explicaron que hacían todo lo que se servía en el hotel, desde los dorados croissants del desayuno a las patatas fritas finísimas que acompañaban a la cerveza del bar.

El año pasado conocí a un hombre que fue botones allí y que me habló de propinas imposibles para agradecer los encargos más enrevesados del mundo. Los recepcionistas más veteranos contaban anécdotas de Ava Gardner, Frank Sinatra o Grace Kelly, y recordaban la época en que estaba prohibido dar habitación a actores y toreros.

El miércoles el Ritz de Madrid cerró para someterse a una renovación, y me parece que la ciudad se quedará un poco huérfana durante los dos años en que la puerta de la Plaza de la Lealtad permanecerá cerrada.

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