MI MADRE sigue alargando el verano en la aldea, aunque la tormenta se lo ha llevado por delante. Las nubes nos persiguieron cuando subíamos por el Barroque (deberían darle un Nobel a los que pusieron los nombres a los caminos) . Avanzaban bajas y negras como la noche, a toda velocidad y nosotras corrimos huyendo de ellas como si nos persiguiera el lobo, el mismo que el otro día mató catorce ovejas del vecino. A pesar del miedo, que creció cuando se desató un viento que agitaba las ramas como aspas de molinos, me quedé fascinada por la belleza de la naturaleza desatada. El mundo se tornó sepia, como si de repente entrásemos a vivir en una foto antigua. Me detuve un instante y me di la vuelta para contemplar el espectáculo, tan hermoso cono amenazante. Pensé que la vida en el campo tiene otra medida, al menos la tenía en aquellos tiempos no tan lejanos en que el hombre se enfrentaba al entorno con sus manos y poco más.
No nos libramos de la lluvia, que cayó en tromba como mandan los tiempos, pero sí de los relámpagos, que no cayeron cerca.
Mamá me seca el pelo con una toalla y enciende el fuego. a pesar del calor de la mañana, tan lejana. Los troncos estallan y mamá me cuenta que recuerda cuando un rayo mató la vaca del tío Benigno. Entró por la puerta y atravesó la cocina delante de la familia en su paseo hasta las cuadras.
Otro rayo dejó ciega a Felicitas. Fue a dar en la sartén donde hervía el aceite y además de dejarla sin vista, mató al perro que estaba a su lado.
Cuando éramos pequeños y veníamos a ver a la abuela, si había una tarde de cielo amenazante, nos metía en el coche, el único lugar seguro, hasta que el peligro pasaba de largo. Qué pena no recordar nada de aquellos minutos con mis hermanos en el asiento trasero de un Seiscientos o un Simca mil mientras fuera se desataba la furia de los elementos y la abuela, seguramente , nos vigilaba desde la ventana de su alcoba riéndose de nuestros miedos, aunque ella siempre advertía que los humanos no podíamos hace nada contra la naturaleza, más que cuidarla y temerla.
Ella ya no está, pero tengo a mamá y sus historias de tormentas eléctricas, que aún duran un rato. Después vendrán las de miedo, como la de aquella niña que llevando el ganado a la sierra, se perdió en la niebla, una de esas que convierte el mundo y el monte en un lugar indefinido. No supo regresar. La buscaron durante días, a ella y a las vacas, que serían el sustento de los demás. No sé si encontraron a los animales, pero mamá recuerda con terror infantil que de la niña sólo aparecieron los piececitos metidos en los zuecos.
La leña crepita y recuerdo que la abuela siempre me decía que el invierno era la mejor estación del año porque se dejaba el trabajo en el campo y empezaban las tardes de lareira y cuentos. Bienvenidos sean.