Opinión

Ya me acuerdo

No hace falta que todo el mundo se quede con tu cara o con tu nombre. ¿Qué hay de bueno en que te tomen la matrícula, a ver? En principio, nada

El otro día me presentaron a un famoso escritor del cual no diré el nombre por no contribuir a su fama más o menos merecida de famoso escritor. "Fulanito, te presento a menganito", anunció el anfitrión de la velada intentando acariciarnos la espalda. A ambos. Y al mismo tiempo, todo esto mientras sostenía una copa Martini medio llena de un líquido magenta que no derramó sobre mi cabeza de puro milagro. Yo, siempre atento y cordial, estiré la sonrisa todo cuanto pude y le tendí la mano al famoso escritor. "Ya nos conocemos", dije ingenuamente mientras trataba de zafarme del abrazo del otro. También solté una risilla pedante, como de secundario muy secundario en la octava temporada de Sexo en Nueva York. Aquella era la tercera o cuarta vez que alguien nos presentaba y yo, insisto en lo de ingenuamente, calculé que hasta un chimpancé con los aires muy subidos debería ser capaz de reconocerme a partir de la segunda presentación, pero resultó que no. "¡Sí, sí, claro! ¡Ya me acuerdo!", dijo él forzando el final de la escena y buscando un pasillo entre el gentío por el que escaparse.

Ocurre esto con la gente que, como yo, va por la vida entregándose en cuerpo y alma para que los demás nos olviden cuanto antes. "No vaya a ser", suelo razonar. A veces es mejor así, no hace falta que todo el mundo se quede con tu cara o con tu nombre. ¿Qué hay de bueno en que te tomen la matrícula, a ver? En principio, nada. Quizás a largo plazo, cuando ya eres capaz de rentabilizar alguna cualidad oculta o evidente, pero eso no suele ocurrir antes de los ochenta o los noventa años, que es cuando te mueres y a todo el mundo le pareces un muerto de primera, un muerto ejemplar. "Míralo ahí, como un santiño", acostumbran a decir algunas mujeres próximas al difunto en los tanatorios. No es una mala aspiración saber que, algún día, alguien dirá eso mismo de ti. O es mejor que andar por ahí arrimando el pico y sacando pecho por haber vendido más pólizas que la pasad. O por haber cobrado un dinero de una herencia o escrito un artículo en no sé qué revista.

Captura

Supongo que yo soy uno de esos niño-pera a los que el sistema educó para no ser de los más listos ni de los más tontos: pura y lustrosa clase media. Y digo el sistema porque nuestros padres ni siquiera se planteaban que la educación de la progenie, más allá de no abrir la boca al masticar o no pegarle patadas a la abuela en la espinilla, era cosa suya: para eso pagaban impuestos. "Bastante tenemos nosotros con darte de comer y vestirte", solían decir los míos cuando se me daba por exigir algo parecido a la pedagogía familiar que contemplábamos alucinados en las películas americanas. Era una respuesta que también solía darse en algunas otras películas yankis, sobre todo en aquellas de ambiente carcelario. "Los mantenemos vivos, calientes y separados, señor gobernador", algo así. Y no lo critico, más bien al contrario. Sea por esto o por lo otro, el mundo se nos ha llenado de gente que se cree el centro del universo. Algunos sin serlo, incluso, como aquel primo mío que volvió de estudiar en el extranjero, lo fuimos a buscar al aeropuerto y pretendía venir sentado en el asiento de adelante del coche de mi padre.

La fiesta de mi amigo, que también es escritor, pero no famoso, empezaba a decaer cuando el famoso escritor resbaló en unas escaleras que conducían al cuarto de baño, se cayó de espaldas, como el que pretende superar un listón para embolsarse la medalla de oro en unas olimpiadas, y se abrió la cabeza sin remisión. La gente comenzó a gritar, claro: era una buena fi esta. El tipo hizo un intento osado por levantarse, ya saben: el típico aquí no ha pasado nada. Pero se tocó la parte posterior de la cabeza, por asegurar, se manchó la mano con la propia sangre, se puso lívido de la impresión y volvió a escoñarse delante de todos, esta vez desmayado. "¡Un médico! ¡Un médico!", gritaba el novio del famoso escritor mientras los médicos presentes en la fi esta se atropellaban los unos a los otros dejando la fiesta a la carrera, como las mejores ratas. "¡Una ambulancia, que alguien llame a una ambulancia!", gritó una chica con el pelo pintado de rosa que le sacaba fotos al famoso escritor al mismo tiempo pedía auxilio: lo cortés no quita lo valiente. Al final, a la ambulancia la llamé yo, qué remedio.

Cuando apareció, con su conductor, su camillero y su médico, el famoso escritor había recuperado el conocimiento. A mí seguía sin conocerme, claro, pero al menos se reconocía a sí mismo, a su novio, al anfi trión de la fi esta, a dos chicos con gafas de pasta que se acercaron a preguntar e incluso a la pinchadiscos, una petarda empeñada en presentarse como Dj. "¡Ay, Ríchard, gracias!", me dijo mientras le levantaba la cabeza para acomodar una toalla limpia entre la herida y el suelo, otra de esas cosas que se aprende viendo películas. Sentí unas ganas irrefrenables de pisarle una mano, lo juro. Y pude hacerlo. Las tenía estiradas a lo Jesucristo –un Jesucristo famoso, claro– sobre el terrazo de la azotea, y tuve que esquivar una de ellas a propósito para no romperle todas las falanges de un desafortunado pisotón. Supongo que soy una buena persona, en el fondo, ¿verdad? Aunque ya nadie me lo reconoce

Comentarios