Opinión

Javier Gómez Noya

LLEVA TODA la vida luchando contra las adversidades: la Federación que le retiraba la licencia porque, decían, tenía un problema en el corazón, algunos médicos que le diagnosticaban esa afección cardiaca mientras otros insistían en que no tenía ningún problema en practicar ningún deporte. Venció también a todos sus rivales, una y otra vez hasta coronarse como el mejor triatleta de la historia. Contra todo eso pudo, ejerciendo el que según muchos es el deporte más exigente que existe. Su ritmo de entrenamiento es bestial. No se interrumpe jamás, ni cuando puede disfrutar de unos días de vacaciones. Y metódico: no le deja tiempo para nada. Los periodistas se vuelven locos porque el horario de Gómez Noya no le permite hacer una parada para conceder una entrevista. Los fotógrafos tienen que correr tras él mientras entrena para poder tomar una imagen suya. Sus compromisos publicitarios están cronometrados.

Hasta el otro día, sus éxitos y sus fracasos dependían de su capacidad de sacrificio y de su hambre de victoria. Es decir, de sí mismo. Y él siempre lo ha dado todo. Contra lo que no pudo luchar J av i f u e contra la mala casualidad; contra el accidente más absurdo que puede sufrir un triatleta: caerse de la bici. Y no en un entrenamiento ni en una competición, lo que tendría cierto sentido. Se cayó paseando, de vuelta a casa tras entrenar. Tratándose de una de las personas sobre la tierra que más tiempo pasa subido a una bicicleta, es una contingencia inverosímil.

Colgó en las redes sociales una foto suya con el brazo roto en cabestrillo. Su cara lo decía todo. Era el rostro de un hombre derrotado. No por los médicos ni por los burócratas de la Federación ni por los adversarios. Derrotado por un instante de mala suerte, una décima de segundo en la que algo no salió como tenía que salir y que le impedirá cumplir su sueño de competir en los JJOO de Río. Toda una temporada planificada para conseguir un oro olímpico se va al traste y todos nos preguntamos por qué el destino se viene a cebar con quien menos lo merece.

Ni siquiera tendrá el alivio de acompañar la convalecencia con su afición a la guitarra. Podría hacerlo si en lugar de un brazo se hubiese partido una pierna. Ni eso le ha salido bien. Gómez Noya, que nunca ha creído en la buena suerte, siempre convencido de que los triunfos se trabajan, que no caen del cielo, tiene hoy motivos para creer en la mala suerte.

Se repondrá de esto como se ha repuesto siempre de cada caída, incluso de las que le provocaban las zancadillas de burócratas ociosos. Los que hemos tenido ocasión de conocerlo o los que hemos seguido su trayectoria no necesitábamos esa medalla. Gómez Noya está cubierto de medallas. Una más o menos no lo haría mejor deportista ni perderla empañaría un historial que ya está cubierto de gloria desde hace años. Por eso dolió ese gesto de derrota, y por eso, imagino, Fuco ha decidido dibujarlo con una enorme sonrisa de triunfador y no como el hombre doliente que se ha caído de la bici. Gloria siempre a Javi Gómez Noya.

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