Opinión

Lealtades de arena

Con la senectud uno se ha pregunta para qué vive, qué lealtades nos restan, tras el desencanto y las traiciones; de otros, pero sobre todo a nosotros mismos.

Desde el extranjero, hoy trataba de bromear con un deportivista sobre sus preocupaciones de tercera, y el mal resultado en Linares. El hombre se lo tomó con poco humor, y me hizo pensar.

Acercándonos al final, si como es seguro se han perdido o diluido amores o creencias que creíamos ejes, ¿qué resta de visceral, que aún nos salga de dentro? La respuesta me la dio el deportivista ceñudo, sumido en las negras nubes del norte, despidiendo al enésimo entrenador. Pues, aunque seguro tenía otras preocupaciones más urgentes – el asqueo político, los hijos que no aprueban, la economía oligopolista, la inflación, las ventas cada vez menores – su conclusión, inconsciente e inapelable, fue la niñez y, quizá, la única rivalidad aceptable: la de la ciudad- Estado, o aún más allá, del barrio; allí donde corrimos, soñamos, de niños.

Quien suscribe vistió la zamarra del Celta infantil y vio jugar a Costas, Rodilla, Doblas, Mostovoi y, ahora por la tele, a Iago Aspas. El Dépor era el enemigo, aunque no supiéramos por qué. Ojo, los Arbo/As Neves eran partidos de más alto riesgo que el Atleti/Madrid, y los árbitros se jugaban la madre. Pero, por lo que nos tocaba, los Celta/Deportivo eran algo incomparable, totalmente irracional, o perfectamente racionales, según se mire. ¿Teníamos algo contra aquellas masas que desembarcaban, vociferantes, protegidas por grises o marrones, según la época? En absoluto, o lo teníamos todo, porque venían a desmembrarnos los sueños. Sobre todo, porque los gallegos – individualistas, tiernos pero descreídos, que nos ha llovido mucho – carecemos de espíritu de tribu, lo que nos hace irrompibles; esencia en catalanes, vascos o italianos, cuya única amalgama desde el Risorgimento es la azzurra.

Y si creía haberlo visto todo, con los adoquines volando en algún inhóspito recibimiento en la Avenida de Galicia empedrada (entonces tenían que reponerlos a la antigua, porque los de Ascón los usaban a discreción, como salvas de la ETEA, que en las batallas de astilleros los policías también se la jugaban), eso fue hasta que vi un Glasgow Rangers/Celtic, el narcótico Atlético Nacional/Millonarios, las barras bravas de ricos y pobres en el River/Boca de Buenos Aires, el Atlético Mineiro/Cruzeiro o el Corinthians/Palmeiras en Brasil, y sobre todo un Peñarol/Nacional de Montevideo, lo más parecido a Verdún pero con verdadero odio, que ni siquiera cesa en la semana, tras el partido.

En nuestras cuitas, asistimos atónitos al despegue del súper Dépor; en especial el primero, con el imperial Mauro Silva y sobre todo Bebeto; tan artista como buen tipo, y así era imposible que te cayera mal, como Iniesta, y que además apoyó a un candidato del PT; criticando a Romario por recibir apoyo de Bolsonaro. Tiempos macarras, que coincidieran con Paco Vázquez – agresión en toda regla, que le hizo terminar en el Vaticano –, y un Lendoiro a quien uno habría esperado encontrar en la Festa do Cocido.

Bueno, no todo era drama: estaba Arsenio Iglesias, finado que no murió según Rivas, otro de Monte Alto, único que mitigaba la pena. Poseedor de una retranca tan sabia que uno no sabía si había terminado de hablar, o aún no había empezado. Una retranca que, de tan nuestra, uno dudaba que, efectivamente, fuera de Monte Alto, y no del mismo Calvario.

Hoy no hay Súper Dépor, sino una súper afición – tener tantos socios tiene un mérito incomparable, con la que les cae desde hace tiempo –, y mi ya ceñudo amigo deportivista me llenó de luz mediterránea evocando las ciudades-Estado italianas. Porque, ¿qué encanto tenía la rivalidad URSS/EE.UU., PP/PSOE, si la comparamos al Palio de Siena, a un Milán/Inter, una Lazio/Roma, o cualquiera contra el Napoli, flamante campeón, con Maradona feliz?

Era la arena de la playa, antes de Camus. La rivalidad de la niñez.

Cuando aún soñábamos, y había algo.

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