Opinión

40 años después

Estamos conmemorando el cuarenta aniversario del último golpe de Estado militar estilo decimonónico, con tricornios, bigotes, machadas y tiros al aire en el primer Parlamento español que estaba abriendo una ventana al futuro en paz y harmonía plural. Ahora, visto desde la distancia, en blanco y negro, todo aquel espantajo, que puso al país en vilo, semeja un teatro de pantomimas, de personajes anacrónicos, con olor a naftalina y bajo la sospecha de una terrible escasez de neuronas y cultura, seguramente suplidas con serrín cuartelero y balas de fogueo.

Los anales deberían arrinconar al 23-F en el desván de los trastos viejos y no conmemorarlo cada diez años para justificar una monarquía que aquella noche se ganó, con indudables méritos, un puesto de honor en nuestra historia contemporánea. Esa parte de la honra de Juan Carlos I se preservará y, quienes vivimos aquel suceso, no lo despojaremos de la medalla y del mérito por causa de los errores posteriores y el absurdo exilio en el que pueden acabar sus días. Sin embargo, la puesta en escena del Parlamento, el pasado martes, no lavará su ocaso a los ojos de nuestros sucesores. Ni tampoco aportará méritos a la monarquía de Felipe VI. Este rey tiene que ganarse el puesto con ideas de futuro y no con pan duro del pasado, por mucho que traten de hornearlo de nuevo.

El 23 de febrero de 1981 es un capítulo más de la historia colectiva, que aparecerá en los libros de texto. Y también un recuerdo personal de cómo lo vivimos cada uno de nosotros. En mi vida, que quizás no le importe a nadie, ese día se cruzaron dos asaltos a dos convenciones. Por la mañana en Vigo se clausuraba el congreso internacional O feito galego, organizado por el primer ayuntamiento democrático, presidido por el socialista Manuel Soto, bajo los auspicios de la Unesco, cuyo delegado en Galicia era Alfredo Conde. A la convocatoria acudió medio centenar de personalidades internacionales de los mundos de la política y de las culturas. Fue un verdadero acontecimiento con interesantes repercusiones en Europa. Estuvo cubierto por acreditados corresponsales y por periodistas de casa. A mí me correspondió seguirlo para Radiocadena Española y para La Voz de Galicia, los dos medios de comunicación que por entonces me cobijaban.

La clausura del congreso vigués fue frustrada por el asalto de un grupo de militantes del Bloque Nacional Popular Galego. Entraron gritando consignas nacionalistas, buscando las fotos que debían saltar más allá del Padornelo. Y lo hubieran conseguido de no ser porque un tal Tejero se las robó a tiros a media tarde. Yo escribía mi crónica en la delegación del periódico, mesa con mesa con Antonio Ojea, primer compañero en ver lo que transmitía el silenciado televisor de la redacción. Antes de una hora aparecieron por la puerta dos policías nacionales, metralleta en mano, asegurando que venían a protegernos. Y allí se quedaron. Continuamos trabajando con el alma en un suspiro, después de que el director, Juan Ramón Díaz, desde A Coruña nos anunciara que el periódico saldría "con tricornios o sin tricornios". Serían las once cuando apagamos la luz y nos fuimos a reunirnos con otros colegas y con las familias, aguardando a que el Rey diera el paso televisivo que dio. Con bastante retraso.

40 años después, de aquel O feito galego apenas existe lo que amarillea en las hemerotecas. Del tejerazo se ve que aún hay quien cree que puede ser útil. A mí no me lo parece.

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