Opinión

Investigar al Rey

NO CREO QUE Pablo Iglesias, tan egocéntrico él, sueñe con ser el Cid Campeador del siglo XXI. Ni que el Congreso de los Diputados de la Carrara de San Jerónimo de Madrid se asemeje a la iglesia de Santa Gadea de Burgos. Ni tampoco estamos en tiempos de leyendas y romances, por mucho que el líder de UP desee pasar a la historia como el tribuno campeador de la reconquista de una nueva república. Quizás por ello paradójicamente estoy con él, mal que me pese, en la iniciativa de realizar una comisión de investigación capaz de clarificar los turbios negocios de Juan Carlos I, rey emérito. Monarca autoexiliado sin que ni un solo ciudadano haya levantado el dedo para indicarle la salida del país. Aún lejos, la ciudadanía le ha seguido mostrando el más absoluto de los respetos, -al margen de los chistes habituales- e incluso afecto y agradecimiento por los servicios prestados. Sin embargo, el pueblo español -capaz de comprender y perdonar debilidades- quiere saber. Y debe saber.

Comprendo la tibieza del gobierno socialista. Puedo aceptar los síntomas de prudencia institucional pero, como socialista desde mis bisabuelos, no comparto la negativa a crear esa comisión de investigación parlamentaria aunque el asunto esté en manos de los jueces. Porque, si las acciones del monarca pueden ser investigadas por el poder judicial, también el poder político, emanado democráticamente del pueblo, puede y debe ejercer esa función clarificadora. Yerra el poder ejecutivo del Gobierno Sánchez y en su error arrastra al PSOE. A veces, en política, el exceso de templanza genera conflictos superiores y crea descontentos de mayor magnitud de los que se pretende aplacar.

Hemos llegado a este lamentable final del reinado de Juan Carlos I por las imprudencias de un soberano que parecía ser el redentor de una tradición monárquica española con más sombras que luces, plagada de reinas y reyes casi analfabetos, corruptos y viciosos, dominados por la aristocracia y los espadones. Juan Carlos es inteligente, culto, capaz y supo apoyarse en políticos eficientes para mantener el timón, hasta el momento de tropezar en la piedra de sus antepasados. Ahora, lo investigue el Parlamento o no, está sometido al peor de los juicios de la historia. Y el veredicto no será inocente, dictaminen cuanto dictaminen los tribunales de justicia.

La prudencia del Gobierno Sánchez debería aplicarse para que la no nacida comisión de investigación se centrara en lo errores del monarca emérito y no en la monarquía. Así evitaría acabar minando, aún más, la institución consagrada en el Preámbulo y en el Artículo II de la Constitución. De momento la monarquía parlamentaria es útil al país, si la desnudamos del adjetivo calificativo, quizás la dejemos tirada a los pie de los caballos. Le corresponde al Congreso, que la creó, lavarla y con inteligencia devolverle el esplendor de la transición. Si es lo que se desea.

De no enfocarlo así, los esfuerzos personales e institucionales que está realizando Felipe VI pueden acabar siendo inútiles. Empeñarse en utilizar mecanismos de viejos usos cortesanos, poniendo la defensa del símbolo -y con él los privilegios- por encima de la realidad democrática de nuestro siglo, recurrir al viejo vicio del carpetazo o pretender que el agua del molino del tiempo se lleve el problema, ni ayudará a Felipe de Borbón ni a la institución que representa.

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