Opinión

Morir en Arguineguín

AFERRADA A un pequeño hilo de vida. Nabody apenas resistió cinco días. La mar la devoró sin que ninguno lo hubiésemos sabido. Incluso antes de nacer. La mar de la miseria, de la pobreza, incluso de los sueños. Acaso, ¿quién ha dicho o sentenciado que un niño no pueda tener sueños? Y entonces ¿quién se los roba y por qué?

Sí, claro que sí, la vida es cruel, injusta. Injustamente cruel. Un bebé de 24 meses muere a pesar de haber sido reanimado en una lucha titánica por enfermeros de Cruz Roja por aferrarle a la vida durante unos días. No puede haber mayor desolación, angustia, incluso rabia. Rabia humana por la incomprensión de la tragedia ante un ser tan diminuto como inocente. Sí, inocente. No hay palabras que lo expliquen ni consuelo. La madre asiste a escasos metros con otro bebé ante tan espantosa contrarreloj, aquella que separa el sueño de la vida, frente a la crudeza gélida de la muerte y su zarpazo final. Pero no, no se preocupen. No habrá manifestaciones. Ni banderas pro infancia ni pro migraciones. No cuentan. No se ven. Los hemos hechos sumamente y superfluamente pero conscientemente invisibles en nuestras vidas, corazones. No, no lloramos de este lado. No imploramos o suplicamos o quizá, rezamos por ellos. Ni por ese angelito. Quizá ni siquiera sea tan noticia como cuando hace años en las costas turcas apareció abaneado por el rumos de las olas el cuerpecito de Aylán, otro niño inocente como Nabody en el que la guerra en Siria había provocado la huida de sus padres. Pero en Mali, donde muchos de nosotros ni siquiera seríamos capaces de situar en el mapa ni pronunciar o saber su capital o alguna de sus ciudades, no hay guerra, hay miseria, pobreza, exclusión, y sí, muchos sueños de huir hacia Europa y buscar una vida mejor, esa misma que nuestros abuelos y bisabuelos buscaron hace décadas o un siglo allende el mar o por esa Europa desvencijada tras el odio de los nacionalismos y la guerra.

En la retina tanta inocencia robada, tantos cuerpecillos inermes, frágiles, rotos por la cruda realidad que quizá, abofetea con más inquina y desgarro al débil, al pobre, al inocente. Nabody alcanzó ya inconsciente la orilla de esa Europa en blanco y negro, sí, sin colores, porque la pobreza solo tiene un color, no como los sueños que nunca se alcanzan. La patera, la embarcación, que tanto dolor depara y tanta esperanza insufla a la vez, había sido remolcada tras perderse en la alta y lejana mar embravecida de miles de historias de vida y muerte que a lo largo de los siglos aguijonea nuestras conciencias.

Al llegar la pequeña ya no respira. La asistencia médica no desiste. Es una lucha. Un reto, una esperanza, unos minutos para coger ese hilillo de vida, de esperanza, de esfuerzo por una recompensa, muy simple, vivir, solo vivir, pero eso es la que la mar al final ha acabado arrebatando a la pequeña malilense.

¿Cuántas Nabodys existen o se cruzan por nuestras vidas sin que seamos capaces de ver, de sentir, de compadecer, de actuar? No, no vale el lamento ni el mirar hacia otro lado, el esplendido lado de la indiferencia y la soberbia hipócrita. El drama humano de la migración es real, está aquí. No seamos ciego viendo. No pretendamos mentirnos a nosotros mismos. Mañana habrá otros nombres, otras imágenes. Mientras impertérritos, asistiremos atónitos a ese fogonazo de realismo, pero sin querer entenderlo y verlo.

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