Opinión

Azul y rosa

La actualidad nos lleva tan continuamente al pasado, que este país se ha convertido en un tirachinas

LE GUSTABAN los barriguitas. Y las Pin y Pon, que por aquel entonces eran casi todas chicas. También los My Little Pony, que es como se llaman ahora a los ponis con los que se jugaba entonces. Incluso las muñecas repollo, que ahora al parecer están muy cotizadas. Todos estos juguetes no los poseía, los compartían con él sus compañeras del colegio. Unas más que otras, como suele suceder. 

Se sentaban en un rincón del patio del colegio y hacían un círculo. En el medio, todos los juguetes. Pero no mezclados, sino ordenados cada uno con los de su clase y la ropa y los complementos de cada uno igualmente estipulados, sin lugar a dudas. Todas las niñas llevaban un lazo que les recogía el pelo hacia un lado. Abel llevaba el pelo corto y un pañuelo rojo atado siempre al mandilón. Iba alternando marcas de muñecas a las que le encantaba observar antes de jugar con ellas. 

Ocurría que cuando Abel jugaba con aquello todo, era feliz. Le gustaba imaginar, crear, vestir y desvestir aquellas muñecas. Sus compañeros de la clase, muy pequeños, y aún con mandilón, no comprendían esos juegos. Nunca se habían acercado para saber en qué consistían, pero no los entendían. El tiempo del recreo significaba para ellos la pelota y el sudor. La pelota, del color y de la forma que fuese, y el sudor, cuanto más, mejor. A la vuelta del patio, las clases abrían las ventanas solas. Y eso que todavía eran tiempos en los que llevaban mandilón y su estatura pasaba por poco el metro. 

Al principio no ocurría nada, pero cuando aquello se fue prolongando en el tiempo, Abel sentía que recibía demasiadas preguntas. Que por qué no jugaba al fútbol, que por qué no al baloncesto, que por qué quería estar sentado con las niñas mientras ellos se divertían de verdad. Abel era bastante serio y también bastante grande, así que trataba de no darle muchas vueltas y no les prestaba demasiada atención. En lugar de cansarse de hacer tantos interrogatorios, a medida que se fueron haciendo mayores lo atosigaron más. Eran preguntas, eran acercamientos excesivos, era algún empujón. Ahí fue cuando Abel se empezó a incomodar. 

A punto estuvieron de fletar un autobús explicando con qué debía jugar cada uno según lo que tuviera entre las piernas

Y es que era excesivo el caso que le hacían todos los demás niños a él. Las niñas no le hacían tantas preguntas, aunque a veces se enfadaban cuando entre todos les interrumpían el juego. Empezó a Abel a enfadarse y a disgustarse a partes iguales. Quería enfrentarse a los niños que lo molestaban a la vez que le entristecía pensar que no podía hacer lo que le apetecía. Además, en casa ocurrió algo parecido: las niñas, o sea, su madre, le dejaba jugar con su ropa y con sus cosas de pequeña mientras que su padre le preguntaba una y otra vez si no quería ver el partido del domingo con él. Se agobió, y trató de hacer entender a todos que él era Abel, un niño, un chico al que le gustaban determinadas cosas y que no pasaba nada. Pero pasaba. 

Las preguntas y los empujones se convirtieron pronto en insultos, en patadas, en acusaciones y agresiones que pasaron desapercibidas para un colegio que estaba iniciándose en la enseñanza mixta, que siempre había tenido chicos en sus aulas y cuyos profesores, ya jubilados, no sabrán ni a día de hoy qué significa la palabra bullying. Los niños se enfadaban entre ellos porque siempre había ocurrido así, no más. La situación se fue agravando en la vida colegial y en la familiar de Abel, así que hubo que empezar a tomar medidas: los padres, no demasiado de acuerdo entre sí, fueron al colegio a exponer la situación. El colegio siguió la misma línea que habían llevado hasta entonces y la solución pasó por un cambio de escuela. 

Seguramente fue bueno para él, pero también seguramente, habría otras soluciones. Los años pasan, rápido según para quién y lento según para qué, y todos aquellos chavales son ahora hombres. 

Cada uno tiró por un lado, y Abel es ahora un nombre bien conocido en este país. Algunos de esos chicos viven en casas que Abel ha dibujado. Algunos de aquellos profesores miran revistas donde encuentran la publicidad de su empresa y muchas de aquellas niñas cuentan a sus amistades que ese arquitecto que sale tanto en la tele les pedía sus muñecos. 

Abel es hombre, es chico, y a punto estuvieron de fletar un autobús explicando con qué debía jugar cada uno según lo que tuviera entre las piernas. Pero eran los años setenta y todavía no se llevaba demasiado eso de rotular los vehículos.

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