Opinión

Globalización transversal en la línea del tiempo

La globalización se inventó para que todos sepamos qué es la coca-cola pero no todos podamos tomarla

CUANDO AURORA cumplió dieciséis años se pinchó con el huso de una rueca y se quedó dormida durante cien años. Fueron suficientes para que, cambiando el cuento, se despertara en un mundo diferente, sin príncipes que despiertan a besos y sin hadas que hacen la vida sencilla. Cuando Aurora se despertó seguía teniendo los mismos dieciséis años, su vestido era vintage y a pesar de ello, algo la empujaba directamente a cambiarlo. Así que se fue de compras en cuanto sonó el timbre del instituto. De paseo por la ciudad advirtió lo que ya se imaginaba: que cien años son demasiados y que todo había cambiado. Los grandes clásicos permanecían: aquellas piedras milenarias, aquel convento rehabilitado y el bar de la esquina. 

Más allá de las nuevas tecnologías a Aurora le fascinó encontrarse las mismas tiendas repetidas. Y los mismos artículos colocados de la misma manera. Y los escaparates iguales. Vio que a las cafeterías les ocurría lo mismo: todas eran la misma. Salvo el bar de la esquina, que antes de que ella cayese en la condena del sueño profundo, era el bar más común de la ciudad. Ahora era el distinto: todos habían sucumbido al encanto de las marcas, a los cafés servidos en vasos de cartón, a los nombres de menús en inglés, a los letreros de neón...… Su mundo de establecimientos sin nombre dio paso a una ciudad llena de reproducciones exactas. Todo era igual. Comprobó con la magia de la omnipresencia que en las ciudades de alrededor, incluso en los países más y más lejanos, como decía su propio cuento, todo era igual. La ropa llevaba la misma etiqueta, y era exactamente igual en todas partes. El café no tenía nombre en su idioma y además, era un objeto de lujo mientras la comida de restaurante se servía en bandejas de plástico que uno debía recoger antes de marcharse. 

Aurora tuvo ganas de volver a casa. Nada de paseos. Mejor regresar a su castillo. Vivía en el campo, un río pasaba por debajo de la ventana de su alcoba y afortunadamente para ella, todavía no tenía una estantería de Ikea en el salón. Tomaba té mientras pensaba en que, en realidad, necesitaba comprar ropa. Pero se había sentido abrumada en aquellas calles repetidas. No quiso probar la coca-cola. Descubrió que en el ordenador y en la televisión repetían tantas imágenes de Nueva York que sentía que ya había viajado hasta allí, creía que en Navidad. Incluso llegó a acordarse del príncipe, confundiéndolo con el actor que interpretaba al novio que sigue a la chica por las calles de París. L’amour. Los perfumes… todas las personas con las que se había cruzado olían igual. Y muchos chicos compartían letras en el pecho, mientras muchas chicas compartían letras en los bolsos. Las mimas letras repetidas por todas partes. Tuvo ganas de dormir otros cien años, pero le dio miedo lo que se podría encontrar de nuevo. 

No quería saber nada ni de las vajillas de cartón ni de las comidas que salían en foto

Cuando consiguió armarse de valor, salir del campo y dejar su castillo, atravesó la ciudad en su carruaje convertido en coche gris metalizado, igual que el ochenta por ciento de los que veía aparcados en las aceras. Como su vida de cuento le permitía adquirir lo que le venía en gana, fue tienda por tienda buscando todo lo que le gustaba. Cargada, volvió al castillo, dejó la televisión apagada, puso música de la que siempre había escuchado, y se dedicó, prenda por prenda, a deshacer todas las marcas compartidas. Los jerséis perdieron sus cocodrilos, las zapatillas de deporte se quedaron sin sus tres rayas, los bolsos dejaron caer sus etiquetas y sus logos a la vista. Se convirtió entonces en la princesa mejor vestida del instituto, siguió pidiendo té en la cafetería, y decidió que ella se llevaba la tartera de casa a la hora de comer. No quería saber nada ni de las vajillas de cartón ni de las comidas que salían en fotos. Su ropa la hacía parecer diferente pero moderna. Le había crecido tanto el pelo en cien años que el color que había pintado el ilustrador del cuento tan solo permanecía en las puntas de su ya no tan dorada melena. Mantenía algunas prendas bien brillantes y doradas de los bailes reales que mezclaba hábilmente con su ropa recién adquirida. 

La malvada Maléfica trató de buscarla desesperadamente para volver a dormirla. Estaba muy interesada en que Aurora, que había despertado en plena época de bonanza económica y pandemia de marcas y logotipos, se quedara dormida de nuevo, porque para Maléfica, Aurora se había convertido en su gallina de los huevos de oro: si conseguía dormirla cien años más tal y como estaba, tendría una ‘blogger’ a la par que ‘youtuber’ de la que podría ser representante. Aurora se había revelado contra el sistema para ser una más.

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