Opinión

¿Quién eres tú?

El concepto de identidad se ha diluido con la llegada de las nuevas tecnologías 

ENTRÓ PAULA en la tienda despistada, relajada, pendiente de un mensaje que le estaba llegando y con la calma que garantiza el ser clienta de una compañía de teléfono: seguro que hay algún problema con la gestión que se necesite hacer, así que Paula ya no entró ni con miedos ni con dudas. Directamente expuso lo que quería: un nuevo terminal. Terminal es el nombre que le han puesto las compañías a los teléfonos móviles para que dejes de pensar que estás pagando esa factura por tener un teléfono. Pagas por un terminal, por un smartphone, por tener datos, emoción y acceso al mundo entero. Pero no por llevar un teléfono en el bolsillo que funcione. 

Quería Paula su nuevo móvil porque el suyo estaba ya en las últimas, algo que hemos asumido todos después de haber visto varios documentales y reportajes acerca de la obsolescencia programada: "Ah, que tu teléfono tiene un año, entonces ya claro, lo tienes que cambiar". ¿Un año? ¿En serio? No recuerdo jamás que el teléfono verdoso de rosca que decoraba el taquillón de la entrada al que siempre había que responder "¿De parte de quién?" se hubiera estropeado nunca. De hecho, creo que se cambió porque apareció uno de teclas que era más moderno y quedaba mejor. Esto sí que se sigue haciendo: si sale el 7, dejamos de lado el 6, que ya está pasado. En fin. El caso es que Paula quería un nuevo móvil porque el suyo se estaba estropeando. 

Hasta para hacerse con una tarjeta de descuento en una tienda hace falta cubrir una hoja en la que parece que te quieres cambiar de país

Cuando expuso su caso, el dependiente la miró con condescendencia: tenía una deuda, para la compañía, ella era una morosa. Ahí fue cuando Paula dejó de estar relajada y se ofuscó. ¿Morosa? Pagaba sus recibos al día y además, si no lo hiciera le cortarían la línea al mes siguiente, así que no tenía mucho sentido el tener una deuda. Indagó más y descubrió que la deuda tenía unos quince años de antigüedad y que se debía a un alta de un número que a ella ni le sonaba. Ella recordaba haber tenido siempre el mismo número, desde que esto de los móviles empezó, y no se acordaba para nada de haber comprado uno diferente. El caso es que tenía unas cuarenta mil pesetas de deuda, que ya se habían encargado en la compañía de pasarlas a euros. Y con esa morosidad no podía comprarse un nuevo móvil. Se fue sin entender nada y teniendo que llamar a atención al cliente, porque en estas compañías hay tiendas físicas donde prácticamente solo te pueden saludar y contar alguna cosa, si uno quiere preguntar algo o reclamar, lo debe hacer por teléfono. Debe ser una manera de autoafirmarse: si soy una empresa de teléfonos, pues me llamas. 


Paula descubrió al otro lado de la línea que su deuda provenía de muchos años atrás y que era de un número que no tenía ya nadie. Que había estado en funcionamiento apenas unos meses, en los que había hecho ese gasto. Y que no tenía ningún dato más que su nombre y su DNI. Así que según la persona que se lo contó y según la policía a la que tuvo que visitar después era el suyo un caso claro de suplantación de identidad. Alguien había cogido sus datos y se había comprado una línea de teléfono, la había usado hasta que se la cortaron por impago y hasta ese día que Paula fue a la tienda no supo nada. Su caso era tan evidente que no tenía más que explicarlo con una denuncia y todo pasaría a ser una anécdota. Además, habían pasado tantos años que ni la deuda existía en realidad. 

Pero la cuestión iba mucho más allá: que cualquiera puede hacerse pasar por ti. Lo hemos visto en películas, en series, en libros, en reportajes reales... Así que lo único que parece es que hay que tener suerte y un poco de sentido común, pero sobre todo suerte: si empleas con cierta precaución tus propios datos, es una cuestión de suerte que no sean utilizados para cualquier ilegalidad. ¿Cuántas veces has dado tu correo, tu DNI, tu nombre completo? Hasta para hacerse con una tarjeta de descuento en una tienda hace falta cubrir una hoja en la que parece que te quieres cambiar de país. Los datos caminan por los cables de nuestros ordenadores, por la wifi de nuestros teléfonos, por los pocos documentos en papel que sigue habiendo en gestorías, en las casas, en las oficinas... Y este acto de que uno se haga pasar por otro tiene poco de romántico y mucho de mera operación para conseguir algo. No es como dos gemelos que se intercambian para hacer exámenes, ni tan siquiera como una amiga que se hace pasar por otra para quedar con un chico, ni como cuando respondías al teléfono fijo que eras del servicio para que no te marearan con ofertas varias... Esto tiene poco de picardía y mucho de delito, que intenta ir más allá que una joven ley de Protección de Datos.

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