Opinión

¿Quién mató al hostelero?

POCAS COSAS HAY tan apetecibles para un español medio como salir a tomar algo. Aquí vamos a incluir desde la tradicional caña hasta una comida de domingo en familia, pasando por una cena en el restaurante de moda con los amigos hasta una merienda intimista con niños. Para muchas personas salir a la calle significa casi siempre “parar a tomar algo” y por estas y otras razones el gremio de la hostelería tiene tanta importancia.

Se supone que ahora, igual que antes, debiera haber (y seguramente habrá) personas a las que les guste este oficio, sin duda tan tradicional como un artesano del cuero y tan agotador como cualquier trabajo que requiera del esfuerzo físico sumado al psicológico. Porque es esta una manera de vida que da tantos dolores de cabeza como de pies, es una profesión cuyos horarios coinciden con el ocio de los otros. Y para esto hay que valer. Se vale porque uno lo ha visto, porque ha descubierto una vocación o bien porque la necesidad aprieta. En cualquier caso, el hostelero, sea empresario o empleado, es una persona que debe amar su oficio, dado lo difícil que es llevarlo a cabo, y desde luego es esta una profesión que se aprende, tanto en las escuelas como trabajando al lado de un senior. Hoy en día hay muchas posibilidades de aprender, en esto de la restauración y en casi todo, pero son pocos los que se animan a hacerlo si los situamos en una balanza al lado de los que trabajan de camarero. Y aunque puede que hablemos de lo mismo, son cosas distintas.

Estas reflexiones las hacía Carmen mientras esperaba, periódico en mano, alrededor de unos quince minutos para ser atendida. Solo quería un café y una tostada, pero la organización no existía en aquella cafetería a las nueve y cuarto de la mañana. Casi el mismo tiempo tardó en que le trajeran la cuenta. Esto también ocurre porque en muchos sitios ahora tiene uno que recibir la cuenta para poder saldar la deuda contraída. No podía Carmen aquella mañana preguntar al camarero, que éste le indicara de memoria la cantidad y ella pagar en ese instante. Ahora el proceso se ralentiza: hay que pedir la cuenta, recibirla, ver el importe, pagar, esperar a que vengan a recogerlo y si no llevamos justo, esperar también a que traigan el cambio. Se tarda más solo en escribirlo que en tomarse el café y la tostada de Carmen.

Hasta dos veces llamó Ana por teléfono para reservar una mesa a la hora de comer. Hasta dos veces recibió respuestas similares en las que prácticamente la trataban de loca por querer reservar una mesa para el mediodía llamando a las doce de la mañana. Todo completo. ¿Para hoy? Ni de broma. Poco queda ya, si es que queda algo, de aquellas respuestas al teléfono que te insinuaban que no había mesa pero te ofrecían ir y tomar el aperitivo.

Puro marketing de los ochenta frente a todos los máster y redes sociales de hoy. Pues antes comería Ana en ese restaurante, aunque fuera a las tres y media, pero ahora, no volverá a llamar. ¿Y queremos seguir viviendo del turismo y del tercer sector?

Cuando Carolina sacó su tarjeta de descuento, de esas que se obtiene ahora cuando uno es cliente habitual de un sitio (antes sencillamente el camarero servía otra ronda mientras se ponía una para él también) la camarera al otro lado de la barra le indicó que ya era tarde. Que ya había introducido el importe y que ya no podía pasar la tarjeta, que debía avisar antes. Una tarjeta descuento para llevar en los dientes al entrar al susodicho lugar, sería. Nada de descuento. Nada de volver, ni siquiera sin tarjeta.

A Paco el otro día se le cayó un café con leche. Estaba merendando, se emocionó contando algo y adiós café con un aspaviento explicativo. Alrededor de diez minutos después y con un servilletero ya gastado para tratar de solventar la situación creada sobre la mesa, apareció el camarero. No puso muy buena cara y dio media vuelta para regresar con una bayeta empapada, no muy dispuesta a absorber el café derramado. La mesa, claro está, quedó empapada. En esta misma situación unos años atrás seguramente el camarero en cuestión regresase con un café nuevo, una bayeta algo más absorbente y más ganas de decirle a Paco que no pasa nada por tirar un café. Quizás ahora esto no se lleve.

Tampoco debe estar muy de moda el uso del pronombre personal de cortesía. Cuando Luisa entró en el bar de abajo y se sentó en la mesa recibió un "Hola, ¿qué quieres?", así que giró la cabeza pensando que tendría detrás a alguien conocido de la camarera. No imaginaba que a sus setenta años, para preguntarle qué quería tomar se dirigieran a ella con una pregunta directa y tuteándola. Y no se trata de servilismo, sino de buenas maneras, de trato agradable, de hacer ganas de que Carmen, Ana, Carolina, Paco y Luisa quieran seguir sentándose en mesas y apoyándose en barras.

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