Opinión

Tercera edad, tercer trabajo

ERAN LAS CUATRO menos diez de la tarde de un miércoles. Bajaba veloz por una cuesta camino de un colegio céntrico. Llevaba un plumas y unas zapatillas de deporte convertidos en su nuevo mejor uniforme. Se había jubilado unos años atrás, y ya no contaba con el reloj como organizador de su vida, pero no le quedó otra que volver a él. No tuvo más hijos pasados los sesenta, tuvo un nieto al que atender, al que ir a recoger al cole, al que darle la comida al mediodía y preparársela por la mañana. Atrás quedaron en su imaginación las mañanas de paseos, de cafés con amigas, de cursos para aprender a manejar con destreza el mundo de internet. No tenía tiempo. Ahora que la vida se lo había concedido todo, no podía disponer de él.

Cuando era joven, su tiempo le perteneció poco. Pronto conoció a su marido, pronto se casaron, pronto tuvieron a esos hijos que ahora se hacían padres. Dispuso entonces su tiempo para los demás, para su familia y también para su empresa, a la que dedicaba las horas productivas que iban entre colegios, comidas y actividades extraescolares. Cuando sus hijos crecieron, el tiempo se lo llevó su marido, enfermo, demandante de una mujer pero también de una enfermera. Y cuando todo pasó, cuando las horas y los minutos fueron suyos, entonces apareció la adopción. Decidió su hija ser madre y condicionó para siempre a la suya. Decidió su hija ponerse al frente de un negocio y sus horas de trabajo pasaron a ser las horas de niñera de la abuela. Sin remunerar, casi sin agradecer, porque para eso es su nieto.

Un matrimonio camina mirando al frente. Llevan un carrito de bebé, y la criatura no parece que alcance los seis meses de vida. Ellos sobrepasan los setenta, y usan ambos el carro para caminar seguros. Quizás no era esta la jubilación que esperaban, a lo mejor no se imaginaban acunando y sí dando golpes con las fichas del dominó sobre la mesa. Quizás sus mañanas fueran mejores con un café tranquilo y la lectura de periódicos, pero las preparaciones de biberones ocupaban demasiado tiempo.

Son ellos los que siguen tirando del carro, aguantando el ritmo de la familia, criando a un bebé que no es suyo, sosteniendo el peso económico con la pensión que corresponde. Quizás prefirieran bailar en el centro de mayores del barrio, pero nadie les ha preguntado si desean hacerlo y además, no se permiten ni tan siquiera insinuarlo. Sienten que deben ayudar, porque su vida ha sido así. Han luchado con su familia de niños, saliendo adelante en una España que no era la de ahora, tuvieron que hacerse un hueco, formar una familia, alimentar a unos hijos... …La lucha por la supervivencia va en su ADN, va en cada una de sus generaciones. Y tampoco ahora les ha tocado disfrutar.

En los medios se habla de ellos como los salvadores de una crisis económica causada por un sistema que ellos no inventaron. Muchas mujeres que ahora son abuelas pasaron por tener una cartilla en el banco gestionada por su padre a tenerla gestionada por su marido para acabar teniéndola, online, eso sí, gestionada por sus hijos. No les han permitido ni las circunstancias ni su entorno, ser ellas, disfrutar ellas, vivir por ellas. Están obligadas a bañar a los nietos, a poner una mesa con una cena sana, a pensar qué hacen de comer para el día siguiente. A veces, hasta duermen pendientes del pequeño que está en la habitación de al lado. Y cuando esos niños crecen y ya no las necesitan, ni ellos ni sus padres, se quedan en casa pensando que a dónde van a ir ya.

Y la sociedad habla de que no queda más remedio, de que sin abuelos los jóvenes no pueden ser padres, de las condiciones de trabajo y de vida que se han complicado tanto que no se puede hacer otra cosa. Y se llenan la boca explicando lo felices que son esos abuelos cuidando a sus nietos, que les da la vida, que los rejuvenece. Quizás no recuerden aquel cuento acerca de la taza de caldo. El hijo le quiso hacer una al padre. Y el nieto lo vio, y pensó que le iría preparando una al suyo, a su padre. Ubíquese usted ahí, si ahora ronda la cuarentena, a los setenta y cinco, cambiando pañales. No un día, no una tarde, sino a diario, con horarios, con despertador.

La vida compartida es mejor, las historias se disfrutan en compañía, pero los títulos de abuelo y de abuela se ganan con el consentimiento, con la baba, con las fotos sobre la mesa del salón, con las risas cómplices, con los abrazos a la hora de la merienda. No es un título que deba usarse como se quiera, no es un título que requiera de un esfuerzo horario, no debiera ser un título que obligue a reñir, a mandar terminarse el plato, a apurar camino de unas clases de inglés a la salida del colegio con un plátano en la mano. No debiera ser un título que implique obligación. De hecho, la primera gran diferencia entre ser padre y ser abuelo consiste en que lo primero (remitiéndonos a casos comunes) se elige. Lo segundo no, uno es abuelo porque el hijo o la hija lo han querido así. No porque haya pedido serlo. No porque deba convertirse de nuevo en padre.

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