Opinión

Voy a un concierto en Manchester

LA VIDA es tan débil que se nos olvida. Nos lo recuerda de cuando en cuando la muerte de alguien cercano. A veces, nos damos cuenta en una visita al hospital, aunque sea para ver a un recién nacido, porque los pasillos huelen al delgado hilo que separa esa nueva vida de la muerte. Ocurre también en los pasos de cebra, cuando un coche se salta un stop o cuando en la carretera vemos una ambulancia parada junto a un vehículo. Entonces sentimos un pequeño escalofrío, que suele ser una punzada interna muy breve, es tan corta su duración que nuestra mente se pone rapidito a pensar en otra cosa.

Últimamente lo pensamos con los atentados terroristas que están asolando nuestro lado del mundo. Antes, parecía que estas masacres sin discriminación solamente estaban del otro lado, y no nos preocupaban demasiado. En realidad, tampoco lo hacen mucho ahora. Ellos son ellos y nosotros somos nosotros. Pero ay, cuando nos tocan a unos iguales. Entonces también pensamos en la fugacidad de la vida y entramos en cada café compartido y en cada cola del supermercado en el debate acerca de disfrutar de todo, aunque sea lo último que se haga, o bien en quedarse en casa sin apenas moverse para mantenernos con vida.

Pienso entonces en una anécdota que compartía conmigo mi padre. Nunca supe si era verdad, pero él contaba que unas señoras mayores, hermanas, que vivían cerca de su restaurante habían decidido no salir de casa porque tenían mucho miedo a todo: a sufrir un atropello, a caerse por la calle, a que un ladrón las agrediese… Decidieron entonces que su vida iba a transcurrir entre el interior de su casa y el balcón que daba a la calle. Un día, sin que fuese un día especial, uno cualquiera, un camión de esos bien grandes se estrelló contra el balcón, que era un piso primero, donde las dos señoras miraban hacia la vida en la calle. Y fue entonces cuando acabó la suya, con semejante accidente absurdo. Murieron. En casa, bien protegidas del mundo exterior.

Todos tenemos en la cocina una lista de la compra que hacer el sábado


La imagen de los bomberos quitando a esas señoras de su balcón privado me ha acompañado toda la vida. Aunque fuese mentira, es una buena reflexión. Y es la vida de muchas personas, enrocadas en una dinámica de trabajo, casa, y casa de la aldea el domingo. Sin más alteraciones que un aniversario o una fiesta del pueblo de al lado.

Todo depende de las circunstancias de vida. De lo vivido antes, de lo que se pretende vivir. Nunca los extremos fueron acertados: ni el disfrute arrebolado ni la precaución máxima. Pero es complicado gestionarlo. Hay a quien le dan arrebatos para demostrarse a sí mismo que lo importante es el vivir de hoy mismo: como a aquel amigo de una amiga al que se le ocurrió decirle minutos antes de casarse con otra mujer que si le decía un algo, lo plantaba todo. O a aquella amiga que decidió que unpuenting seguido de paracaidismo eran las dos mejores actividades que podía hacer tras recuperarse de un posparto. O a aquel otro que pensó que no podía seguir con un trabajo estable porque en realidad él quería dedicar su vida a mostrar la vida de otros, aunque tuviera que poner dinero de su bolsillo, y del que había acumulado, por cierto, a razón de un salario 14 veces al año. Esto es como el spinner ese que gira y gira entre los dedos de los adolescentes, disfrute de unos instantes. Luego, tanto el spinner como las ideas de carpe diem se quedarán metidas en un cajón, probablemente de la sala de estar.

Porque siguen contratándose planes de pensiones, siguen preparándose oposiciones y siguen funcionando las cuentas corrientes con depósitos a largo plazo.

Seguimos pensando en el futuro, seguimos queriendo usar agendas anuales en las que apuntar los cumpleaños y las vacaciones de la próxima Navidad. Estamos preparados para disfrutar del instante pensando en el siguiente, y aunque tratemos de vivir al límite, todos tenemos en la cocina una lista de la compra que hacer el sábado.

El equilibrio es imposible —lo canta hasta Iván Ferreiro— y se antoja complicado tratar de tener un orden que sea sano para nuestra cabeza. Tratar de disfrutar del hoy pensando que puede ser el último es casi tan duro como calcular a los 35 años qué pensión tendrás. Agobia hasta la extenuación comprar en mayo un paquete de vacaciones para la Navidad aunque sea más barato, pero dejar a los niños en el colegio pensando que tal vez no los volverás a ver, tal y como relata una artista pakistaní, tampoco parece ser una vida sencilla.

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